Estar en medio de una marea de sensaciones, emociones y estímulos nos traslada a otro mundo donde el centro de tu vida cambia de punto y en el cual, todo gira en torno a una idea, una persona o un objetivo. Y así puede pasar mucho tiempo. El suficiente para colocarte en un lado de tu equilibrio y dejarte fuera de la normalidad que presidía tu vida.
Estar en el centro del huracán es una
sensación única que por su intensidad y su absoluta sorpresa nos deja una
imborrable huella en el alma difícil de olvidar. Sin embargo, el tiempo es el
justiciero más determinante. El que únicamente es capaz de recolocar las piezas
del ajedrez y posicionarnos de nuevo frente a nosotros mismos desprovistos de
los brillos que alteraban la razón.
Nada hay más bello que acurrucarnos en
los brazos de la pasión y el delirio; nada con mayor capacidad de transformar
la realidad y convertirla en un paraíso
al que difícilmente algo puede afectar.
Cuando
el amor se instala en el corazón no importa la lluvia, ni las catástrofes son
tal a menos que afecten a este sentimiento. Todo cambia en el interior.
Nuestros ojos no miran de la misma forma y lo que antes nos molestaba y parecía
agredirnos, más tarde tiene la capacidad de despertar nuestra compasión. La
tolerancia preside las decisiones con los demás y el mundo gira en torno a
nosotros una y otra vez.
Cuando la calma quiere hacerse de nuevo
un hueco en este arrebato de sensaciones trae consigo un pedacito de tristeza.
Es como si comenzásemos a ver de qué forma se aleja lo que antes movía nuestro
día, cada una de sus horas, sus minutos y segundos.
Todo tiene su ciclo. Nada permanece por
siempre en el mismo estado. Lo que sin duda, no es malo, solamente diferente.
Pero a veces, la diferencia significa pérdida y eso, cuando comienza a doler
nos deja la sensación indeleble de que algo se ha esfumado con ello.
Tal vez sea el momento de volver al
centro de nuestra calma y buscar lo que ha quedado de nosotros en ese lugar.
Ojalá
nos estemos esperando todavía.
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