Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


sábado, 10 de agosto de 2013

LO QUE VAMOS PERDIENDO



         Lo que vamos perdiendo a lo largo del camino, lo ganamos de otra forma. Nadie queremos ir diciendo adiós a lo que amamos, a aquello a lo que nos hemos acostumbrado, a lo agradable y confortante, a quien nos ha demostrado que le importamos y ni siquiera, a veces, a aquellas situaciones que no estando a nuestro favor también son parte de nuestra vida. Sin embargo, desde que pisamos en ella vamos despidiéndonos hasta del propio tiempo.
         No estamos preparados para las despedidas y es lo que más hacemos a cada instante. No nos acostumbramos a perder porque centramos nuestra atención en lo que se va y no en lo que llega. De cualquier forma, a mí, que me gusta aprender, quiero siempre rescatar algo positivo en lo que dejo atrás, lo sea o no.
         Posiblemente pensar que aquello que nos toca pasar está dispuesto para nosotros por nosotros mismos, no deja de ser una autodefensa de lo más eficaz. Nuestro cerebro siempre está a favor de la supervivencia y el corazón siempre en contra del desamor. Con ambas circunstancias uno procura dejar, como depósito, en la memoria lo que impulsa a vivir.
         Todo sirve. En una ocasión escuché decir que todo el mundo era válido, hasta como mal ejemplo; al menos para poder evitarlo.
Todo sucede por algo…y para algo. Lo que dejamos atrás, lo que creemos perdido, no lo está. Estoy segura que aquello que queremos olvidar, lo que nos ha hecho daño, lo que nos hizo sufrir… mirado a través del tiempo, nos dejó su enseñanza, nos bendijo con la sabiduría inmensa que deja tras de sí el dolor y nos preparó para enfrentar lo siguiente.
         No quisiéramos despegarnos nunca de lo que amamos, ni acercarnos jamás a lo que va a ser un calvario. No nos gustaría ir pasando por la vida sin dejar huella, sin  ser pensamiento de otros, ni memoria de muchos. Preferiríamos aprender sin sufrir y estar dispuestos siempre para lo que venga sin haber tenido que usar el escudo de la experiencia dolorosa. Pero la vida no funciona así. Ella tiene sus propias reglas. Su manera de instalarnos en el mundo y su propia dinámica para meternos o sacarnos de la vida de los demás.
         Vamos despidiéndonos de todo, poco a poco y hay que aprender a hacerlo. Posiblemente sea el aprendizaje más duro pero tal vez el más generoso porque con ello estaremos dando alas a quienes se van de nuestro lado y aceptando lo que queda junto a nosotros.

viernes, 9 de agosto de 2013

LA HISTORIA DE SID



Sid era una fea oruga de ojos anaranjados. Se pasaba la vida arrastrándose y retorcién­dose sobre el polvo de la tierra. Un día a Sid se le ocurrió una idea tremenda; se deslizó hacia arriba por el tallo de un arbusto, escogió una rama y emitió una sustancia translúcida sobre la superficie. Con el líquido formó una especie de botón, se dio vuelta y pegó la parte posterior de su cuerpo en el botón, después se encorvó en forma de "J" , se arrolló y comenzó a construir una casa alrededor de sí misma.

       Al poco tiempo, Sid se había cubierto completamente y ya no se podía ver. Todo se volvió muy quieto, parecía que nada en absoluto estaba sucediendo, pero la verdad es que había pasado mucho; la metamorfosis estaba ocurriendo.

        Un día, Sid comenzó a subir las persianas de su casa. Adentro se podía ver una gran variedad de colores. Otro día ocurrió una erupción. La casa de Sid se estremeció con violencia, el pequeño capullo se sacudió y tembló hasta que una grande y hermosa ala sobresalió por una de las ventanas. Sid la estiró en toda su gloria, y continuó su obra hasta que otra mag­nífica ala emergió de otra ventana al lado opuesto de la casa.

              Uno hubiera querido ayudar a Sid en esa etapa de su vida, pero no se podía, porque cualquier intento para ayudarla a quitar su casa de encima hubiera mutilado a Sid para el resto de su vida. De manera que hubo que dejar que se convulsionara y se retorciera hasta quedar libre sin ninguna intervención externa.

             Con el tiempo, Sid se separó de su casa, dio algunos pasos por la rama, se estiró y desplegó sus bellas alas. No era nada seme­jante a la vieja oruga que una vez fue. Sid bajó del arbusto, pero no para volver a arrastrarse y deslizarse sobre el polvo, sino para despegar con una nueva clase de po­der: "poder de vuelo".
Ahora, en lugar de tragar polvo, Sid vuela de flor en flor, disfrutando del dulce néctar en la maravillosa creación de Dios.

"No existen grandes hombres. Existen solamente grandes
desafíos que hombres comunes, como cada uno de nosotros, forzados a enfrentarnos con las circunstancias que nos toque pasar.”

“Almirante William”

jueves, 8 de agosto de 2013

LA UNIÓN Y LA FUERZA




Sabemos que somos fuertes. Y si no lo sabemos llega la vida y en un momento nos pone a prueba. De repente nos encontramos con las personitas débiles que creímos ser superando adversidades, haciendo frente a problemas de calado profundo, asumiendo retos para los cuales siempre pensamos no estar preparados y conduciéndonos rectos por caminos torcidos.
Es fundamental estar bien con uno mismo, conocerse y asumirse, perdonarse y empujarse hacia delante siempre. La soledad no tiene por qué ser ostracismo. Saber vivir en armonía con uno mismo es uno de los mejores retos que podemos conquistar. Pero una vez conseguida la sintonía con nuestro corazón, hay que buscar caminos donde la cooperación nos engrandezca, donde la cercanía nos envuelva y donde la unión haga la fuerza.
No hay nada más fuerte que el amor. Nada más sólido y definitivo. Nada que pueda romper todo lo que él crea continuamente. Porque el amor es un inmenso generador de energía. Te impulsa, te anima, te hace sentir pleno, te mueve hacia delante y te derrama en el otro.
Por eso, estoy convencida de que el mundo que ha de venir, el cambio que debe operarse tiene que arrancar del amor, de la compasión, de la solidaridad, del convencimiento de que unas manos unidas son la cadena más fuerte que puede existir y sobre todo, porque tengo la absoluta seguridad de que el pilar más sólido lo constituyen los corazones que laten al mismo son.
A lo largo de mi vida me he convencido de que mi generación nos hemos educado en la competitividad, en la lucha a codazos con el compañero, en la creencia de que la aptitud, el talento y la idoneidad se demostraban en solitario y sobre todo, de que había que llegar el primero a la meta si querías ser una persona excelente y valorada como tal.
Hoy, estoy plenamente segura de que colaborar con el de al lado no resta mi valía, ni anula mis virtudes, ni las esconde tras el brillo del otro porque cada uno tenemos nuestros propios destellos, diferentes siempre a los del resto, únicos e irrepetibles y todos juntos podemos hacer un sol.
Con esa convicción guío cada uno de mis pasos ahora.

miércoles, 7 de agosto de 2013

AYUDAR, PARA AYUDARNOS



Muchas veces pienso que el remedio de los males propios está en ayudar a otros. No hay nada que reconforte más, ni que sea más enriquecedor ni que revierta tanto sobre uno mismo.
         Cuando escuchamos noticias sobre médicos, profesores, religiosos u otros cooperantes secuestrados, algo me sacude por dentro. Lo primero, el reconocimiento inconmensurable de su altruismo, su compasión ante el dolor ajeno y su entrega para con los demás. La capacidad de soportar situaciones adversas y la valentía de sufrir, en cualquier momento, accidentes, enfermedades o incluso, la muerte.
         Hay otra parte en mí que ve, tal vez, el otro lado de la moneda. Las mil y una circunstancias que pueden llevar a alguien a irse lejos, a olvidarse de sí mismos, a tratar de dar un sentido a su vida, a olvidar dolores demasiado fuertes del entorno cotidiano, a querer morir para sí  viviendo por los demás.
         Tal vez sea una de las mejores opciones. No tengo nada en contra de quienes se encierran para siempre en un monasterio a orar, sin embargo creo que su vida, de esa forma, queda mermada en relación a las posibilidades solidarias para otros. Posiblemente el alma quiera expandirse, una vez replegada, sometida y doblegada a la desgracia propia y nada mejor que ser luz para quienes no tienen un sol que les alumbre.
         La colaboración con los desfavorecidos no requiere grandes distancias. Hay necesitados en todos los lados, incluso nosotros podemos ser uno de ellos, porque las urgencias no solamente vienen del hambre, del frío o de la falta de recursos. Hay otras necesidades vitales que ahogan el corazón y que nos dejan tullidos para siempre.
         El desamor, la soledad, la incomprensión o la falta de compasión cuando estamos en las rebajas del corazón pueden ser más devastadoras que lo que se sufre cuando no se tiene un techo confortable, ni un plato exquisito en la mesa…porque a veces, hasta esto te sobraría.

martes, 6 de agosto de 2013

NUESTRO DIÁLOGO INTERNO



         Continuamente hablamos con nosotros. Mantenemos un diálogo interno en el cual somos juez y parte. Conversamos sin cesar. Lo peor es el sentido y la dinámica de nuestras propias confidencias. Si nos damos cuenta veremos que no hay persona con la que hablemos más, porque hasta cuando estamos con gente, continuamente evaluamos lo que vivimos y de ahí se genera nuevamente un debate interno mediante el cual vamos cimentando el escenario en el que nos movemos.
         Lo peor  no es tenernos enfrente cara a cara en el interior. Tampoco que nos hablemos valorando cada persona, circunstancia o situación que vivimos, lo más complicado es que este diálogo no nos mantenga en alerta permanente contra todos y contra todo y sin embargo lo hago contra nosotros mismos en un juicio sin fin en el que siempre perdemos.
         Es difícil evaluar la realidad porque hay muchos factores que entran en juego. Los referentes internos basados en  creencias exageradas, a veces, o distorsionadas por lo que hemos vivido anteriormente, van condicionando nuestro juicio sobre la cantidad de bondad o maldad que tiene cada situación para nosotros.
         En el fondo todo se resuelve en términos de afecto. Me gusta, me hace sentir bien, estoy cómodo, me ilusiona, me fascina, me llena de plenitud…o por el contrario, me molesta, me incomoda, me hace estar alerta, me desespera, me irrita, me entristece…son estados emocionales que inequívocamente, aunque sea de modo inconsciente, se desprenden de cada circunstancia que vivimos. Esa valoración vital del día a día y de las personas que se cruzan en nuestro camino, nos acercan o nos alejan de lo que vamos viviendo.
         Si pudiésemos seguir estos estados internos, basados en las sensaciones y en la intuición que aporta lo que tenemos delante de nuestro corazón, posiblemente habríamos encontrado el camino hacia las relaciones exitosas y por tanto a  la felicidad. Pero esto no es posible. Uno tiene que soportar situaciones que le desagradan y aprender a rodearlas y tiene que gozar con aquellas que le hacen feliz y aprender a disfrutarlas.
         Hablar con nosotros mismos tiene un precio muy alto cuando lo hacemos mal, porque el resultado de nuestros juicios suele ir en nuestra contra. Estamos acostumbrados al sufrimiento, a la infravaloración y al victimismo. A sentirnos solos, a considerar que, a veces, nada está a nuestro favor y a condenarnos por ello, como personas que rozan el infortunio.
Tenemos la necesidad de cambiar los pensamientos que nos acompañan porque si solamente son verdugos que ejecutan sentencias y abren brechas en el corazón, acabaremos muy mal. Hay que seguir el instinto de supervivencia y disponer la mente a nuestro favor. Para ello, empezaremos por defendernos, hasta el extremo, de cada mínima idea que quiera enfrentarnos a nosotros mismos y antes de perdonar al contrario, comencemos por sentir compasión de nuestro pequeño corazón lleno de ganas de amar y ser amado.
         Empecemos, pues, a amarnos nosotros…y el resto si quieren acompañarnos serán bienvenidos.