Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


sábado, 8 de julio de 2023

FIN DEL RELATO

 Anteriormente…

Enedina, tras la puerta, comenzó a llamarle repetidamente como si quisiera tirarla abajo con sus gritos. “Pasa hija, me he caído”. Abrió pálida y temblorosa e intentó levantarle, pero su menudo cuerpo no le permitió hacerlo. Con una voz estremecida llamó a urgencias para pedir una ambulancia. 

 

Parte V

 

El plan estaba en marcha. No volvería a estar bien. Los dolores ya no iban a abandonarle nunca. Sus piernas no volverían a caminar. Nadie podría decirle lo contrario por mucho que las pruebas y los diagnósticos médicos tratasen de desmentirlo. Él apenas se movería ya, al menos delante de Enedina, y eso nadie podría impedirlo.

 

Pasaron varios días. Solo pensaba en sus amigas de la iglesia. Estarían tristes por no verle, pero no más que él. Su negativa a caminar, que habían, finalmente, determinado como un problema mental, llevó a su hija a contratar a Daniela, una muchacha entradita en carnes, de piel tostada y sonrisa amplia que procedía de Ecuador.



 

Compungido por fuera, como si una desgracia de mal de ojo hubiese caído sobre él, añadiendo su inmovilidad a la reciente pérdida de Teodora, se regocijaba internamente como si la mayor de las bendiciones le hubiese elegido. 

 

Enedina se había quitado una preocupación de encima. Aunque quisiera mucho a su padre, no dejaba de incomodarle pensar en su soledad y ver que su demencia le había postrado en una silla de ruedas para rematar sus males. Seguro que su pobre madre, allá dónde estuviese, que sin duda sería el cielo por aguantarle tanto, les había mandado la ayuda de aquella muchacha que tan pronto se había hecho con el viudo. Así no tendría que acompañarlo diariamente, como concluyó que debía hacer, ni preparar esas comidas en tápers, nunca tan ricas como las de su madre, para darle gusto.

 

Daniela había comenzado con su rutina del baño diario. Impedido, como creían que estaba, disfrutaba aún más de los zarandeos de la cuidadora, quien no escatimaba en los recorridos por los que la esponja se deslizaba llegando a cada uno de sus rincones más ocultos. Luego, una vez vestido, momento que aprovechaba para redoblar sus quejas, desayunaban juntos. ¡Otra vez una mujer en casa!. 

 

A veces se sentía culpable, pero se le pasaba muy pronto. Había aprendido a rezar con frecuencia desde sus visitas a la iglesia, que ahora hacía igualmente acompañado de Daniela. Y le rezaba a Teodora. Casi siempre después de mirar, con cierta picardía, las posaderas de la muchacha o de sentir el disfrute del que gozaba al encontrarse con sus amigas feligresas, eso sí, ya, en un solo turno de misas. 

 

Ahora no le hacía falta nada más. Rodeado de mujeres, con Enedina libre de culpa, por haber resuelto la atención a su dependencia física, y con Teodora bendiciéndole con su marcha, Eladio comenzó a creer que existía cielo en la tierra y a disfrutar, como nunca, de la última frase del Padre Nuestro. (FIN)

 

 

jueves, 6 de julio de 2023

RELATO PARTE IV

 (Anterior)

…Tal vez sería porque también estaban solas. No le disgustó esa semejanza que había encontrado a base de observarlas y comenzó a darse cuenta de que lo que más le agradaba de la misa era el desfile de las señoras delante de sus ojos del que no se perdía ningún detalle…

 

Se sintió bien. Tanto que repitió de nuevo por la tarde. Entonces, se dio cuenta de que eran muy diferentes las mujeres que formaban el trasiego de las distintas horas de las misas. Llegó incluso a no pasar al interior de la iglesia y quedarse en un ángulo perdido de una de las esquinas de la basílica para observar mejor. Así pasaba los días entretenido con el desfile de féminas beatas hasta que en uno de ellos dos mujeres, que ya había visto muchas veces, se le acercaron para preguntarle si no pasaba al interior. Animado por esta cercanía, las acompañó como si estuviese en un baile de antaño custodiando a dos señoritas.




Enedina, preocupada por la ausencia de su padre en muchas de sus llamadas, que él resolvía con rapidez y evasivas, si es que las cogía; o visitas, en las que él no estaba, comenzó a indagar. Nada mejor que seguirle. No podía creer que su padre fuese a misa tantas veces al día cuando su madre nunca había conseguido que la acompañase ni una sola.  “Pobrecillo, está perdiendo la cabeza, tengo que acompañarle no sea que estos curas se queden con lo poco que tiene”. Así decidió esperarle a la salida de una de sus misas diarias con intención de no volver a dejarlo solo. 

Eladio, que tenía un grupo de amigas diferentes en cada horario de misas, no imaginaba lo que estaba a punto de sucederle. Salía, amigablemente, charlando con Francisca y Tomasa, que eran las primeras que habían despertado en él las ganas de vivir nuevamente, cuando se encontró a su hija.

Creyendo que ésta no le había visto, intentó evadirla iniciando la marcha por otro lado, pero Enedina, con aquella voz chillona que no había gastado en riñas con los hijos que no tenía, le increpó desde lejos. 

Volvieron juntos a casa. Ella fue convenciéndole de la necesidad de acompañarle y de las bondades de verse más a menudo ante las ausencias repetidas a las que la tenía sometida. Eladio escuchaba sin decir palabra. Cada monserga de sus hija le animaba más a buscar una solución a lo que acababa de convertirse en un problema.

Llegaron a casa de la misma forma. Enedina seguía con sus argumentos subiendo la escalera delante de él y volviendo la cabeza, a cada segundo, para mirarle a los ojos mientras soltaba un sin fin de palabras que su padre no escuchaba. Al entrar, Eladio fue al baño. Sentado en la taza del inodoro comenzó a dar vueltas a cómo podría deshacerse de la compañía de su hija, que solamente conseguiría terminar con el abundante grupo de amigas que había hecho con tanto esfuerzo. “Papá, ¿estás bien?”, repetía ésta con unos golpecitos rápidos y secos en la puerta. “Llevas mucho tiempo ahí”. Eladio se apresuró a decirle que se encontraba un poco suelto de la tripa y que salía enseguida. En ese momento, ante la preocupación enojosa de su hija y entre los dolores de barriga que tenía por el revuelto del camino, parió una idea que le pareció la redención de la cárcel que ella le tenía prometida. 

No había cerrado la puerta. Nunca lo hacía. En su casa no había nadie y cuando estaba Teodora, dios la librase de verle en semejantes posturas dentro del baño. Así que todo sería más fácil. De repente, pero con mucho cuidado, se postró en el suelo mientras dejó caer algunos de los botes con algodones, jabones y frascos que encontró a mano. Enedina, tras la puerta, comenzó a llamarle repetidamente como si quisiera tirarla abajo con sus gritos. “Pasa hija, me he caído”. Abrió pálida y temblorosa intentó levantarle, pero su menudo cuerpo no le permitió hacerlo. Con una voz estremecida llamó a urgencias para pedir una ambulancia.  (Continuará…IV)

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miércoles, 5 de julio de 2023

RELATO ( Parte III)

 

“ Pobrecilla, allí en tu tumba, más fría que el arroz con leche, que siempre estuvo frío, aunque no te lo dijese nunca". Cerró la puerta para no verlo más.  (Continuará parte II)

 

Las noches pasaban, unas tras otras, con Eladio tumbado boca arriba en la cama sin querer moverse del borde de su lado izquierdo para no rozar el espacio de la finada. Estar tan cerca del hueco de quien ya no iba a volver, le producía una extraña sensación de malestar. Parecía que le llamase para engullirlo hasta el mismo lugar incógnito que la retenía para siempre. De vez en cuando, miraba al crucifijo que Teodora había mandado colgar en la pared de enfrente, porque siempre decía que desde allí el Señor los vería mejor y no se olvidaría de cuidarlos de los peligros de la noche. 






Una de las madrugadas, que estaba enredado en estos pensamientos, oyó nítidamente, la voz de su mujer: “Nunca vas a misa y te vas a condenar”; como si fuese él mismo quien repartiese los rincones del cielo y del infierno y pudiese hacer algo por evitarlo. De repente, comprendió que  su mujer le estaba ayudando desde el más allá y que en esa ayuda estaba la solución a la apatía y desgana con la que se había instalado en la vida desde su fallecimiento.



Por la mañana temprano, después de la llamada de rigor de su hija, se arregló con esmero. Acudiría a esa misa salvadora que ella le había recomendado siempre y que ahora le hacía falta, aunque todavía ni él mismo sabía cuánta.

Había poca gente. Observó que la mayoría de los fieles eran mujeres, por no decir todas, salvo el indigente que pedía en la puerta, desde las primeras horas del día, por si la caridad andaba más sensible después del desayuno. Se había pasado todo el rato mirando a las feligresas que se colocaban distantes, unas de otras, como si quisiesen toda la gloria para ellas y no tuviesen demasiado espacio para acomodarla. No eran muy mayores, incluso alguna bastante más joven que él. Las miraba tratando de entender qué hacían allí a tales horas y preguntándose por qué no estaban preparando el desayuno a sus maridos o a sus hijos. Tal vez sería porque también estaban solas. No le disgustó esa semejanza que había encontrado a base de observarlas y comenzó a darse cuenta de que lo que más le agradaba de la misa era el desfile de las señoras delante de sus ojos del que no se perdía ningún detalle. ( Continuará…)

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martes, 4 de julio de 2023

Relato (Parte II)

 

        Ahí sí que le apeteció llorar, pero llorar con lágrimas. Sabía que nada iba a ser igual. Su casa se había hecho inmensa de repente. Más oscura y, por supuesto, más fría.  (Continuará...)

Después de un par de minutos, que le parecieron una eternidad, despegó su cuerpo del de su hija iniciando el verdadero viaje hacia su nueva vida.

Enedina se secó las lágrimas que habían resbalado por sus mejillas en silencio. Se arregló el vestido negro, que casi le llegaba a los pies, e intentó colocarse el moño que había presidido la ceremonia funeraria como si de la mantilla de su madre se tratase. Así, desde lo alto de aquel pelo pajizo, se miró al espejo del recibidor donde se encontraban ambos. “Si quieres me quedo”. Eladio movió la cabeza una y otra vez con gesto compungido, pero firme. No hubo más palabras. Recogió el abrigo y el bolso y cerró la puerta tras de sí mientras dejaba paso a esa soledad que el viudo temía que le acompañase para siempre.




Su hija le había llenado el frigorífico con comidas de todo tipo. No cocinaba como Teodora pero, en un intento de que su falta no se notase, había incluido los platos y postres que le gustaban. Eladio lo abrió para cerciorarse de lo que más temía. Allí estaba el arroz con leche y canela por el que tantas veces había discutido con su mujer. “Falta azúcar y está caliente. No te sale como a mi madre”, solía repetirle siempre que ella lo ponía en la mesa esperando la reprimenda. Y ahora estaba allí, cara a cara con el bol, como si éste le culpase de todas las ocasiones en las que la había increpado sin razón. “Lo hacías bien, Teodora. Solo que lo hacías todo demasiado bien y a mí me molestaba que fueses tan perfecta”. Ahora se arrepentía de cómo, además, se lo había dicho. Comparándola con su difunta madre a la que ni siquiera le gustaba cocinar. Le embargó un sentimiento de culpabilidad que le retorció la barriga. “ Pobrecilla, allí en tu tumba, más fría que el arroz con leche, que siempre estuvo frío, aunque no te lo dijese nunca". Cerró la puerta para no verlo más. ( Continuará…)

 

lunes, 3 de julio de 2023

POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS, AMÉN (Parte I)

 

Hace dos domingos, comenzamos con el relato que nos ocupa. He pensado que distan bastante tiempo entre las partes siguientes publicándolo de domingo a domingo, lo cual dificulta su seguimiento. De este modo, vamos a publicarlo en días consecutivos.

 

         Comenzamos, de nuevo, con la parte I para recordar la trama.

 

 


Acababa de enterrar a Teodora. La había enterrado él. Los demás, como si no hubiesen estado allí. Su mujer durante más de sesenta años. Su única compañía. Tenía que morirse ahora,  precisamente cuando más la necesitaba. 

Eladio sintió una especie de rabia mezclada con un falso pudor al recibir el pésame de los allegados. Lo único que le preocupaba, de verdad, era estar solo. No es que no la quisiese. La quería, como se quiere a la cruz que te regala tu madre el día de la comunión. La llevaba puesta siempre, como a ella. Lo que más miedo le daba era haberla perdido y haber encontrado su vacío en un mismo día.


Era un hombre sociable. Siempre le habían gustado las mujeres más de la cuenta, aunque jamás había abierto la bragueta más que para las necesidades que la biología imponía, sin ofender al sagrado sacramento que le unía a la suya.


Mientras entraban en su casa, su única hija, Enedina, acompañada por un séquito interminable de familiares lejanos, que solo veía en estos actos, le miraba angustiada. Movía la cabeza allá donde quisiera que estuviese. No sabía cómo escapar a todas las preguntas que ella guardaba en su boca y decía con su mirada. “Papá, no te preocupes, no estarás solo. Papá, ¿quieres que te deje más asado del que tanto te gusta? Papá, ¿te has puesto la camiseta de manga larga?, hace frío ya y vas a coger una bronquitis. Papá, ¿te has tomado la medicina de las diez, de las tres, de las ocho…?”. Y así hasta aburrirlo. También tenía miedo de ella. A partir de entonces, se convertiría en una sombra fastidiosa con la misma forma que la de la difunta.


Él quería no estar solo, pero tampoco con ella. La gente fue marchándose entre estos silencios plagados de palabras sordas que ambos se dirigían. Por fin, se quedaron uno frente a otro. Ahora sí que tendrían que hablar y eso era lo que no quería de ningún modo. Solo quería que le dejase en paz, como en paz se había quedado Teodora. Sin embargo, no dijo nada. Le cogió la mano y luego la abrazó con fuerza.  Ahí sí que le apeteció llorar, pero llorar con lágrimas. Sabía que nada iba a ser igual. Su casa se había hecho inmensa de repente. Más oscura y, por supuesto, más fría. (continuará)