Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


jueves, 6 de julio de 2023

RELATO PARTE IV

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…Tal vez sería porque también estaban solas. No le disgustó esa semejanza que había encontrado a base de observarlas y comenzó a darse cuenta de que lo que más le agradaba de la misa era el desfile de las señoras delante de sus ojos del que no se perdía ningún detalle…

 

Se sintió bien. Tanto que repitió de nuevo por la tarde. Entonces, se dio cuenta de que eran muy diferentes las mujeres que formaban el trasiego de las distintas horas de las misas. Llegó incluso a no pasar al interior de la iglesia y quedarse en un ángulo perdido de una de las esquinas de la basílica para observar mejor. Así pasaba los días entretenido con el desfile de féminas beatas hasta que en uno de ellos dos mujeres, que ya había visto muchas veces, se le acercaron para preguntarle si no pasaba al interior. Animado por esta cercanía, las acompañó como si estuviese en un baile de antaño custodiando a dos señoritas.




Enedina, preocupada por la ausencia de su padre en muchas de sus llamadas, que él resolvía con rapidez y evasivas, si es que las cogía; o visitas, en las que él no estaba, comenzó a indagar. Nada mejor que seguirle. No podía creer que su padre fuese a misa tantas veces al día cuando su madre nunca había conseguido que la acompañase ni una sola.  “Pobrecillo, está perdiendo la cabeza, tengo que acompañarle no sea que estos curas se queden con lo poco que tiene”. Así decidió esperarle a la salida de una de sus misas diarias con intención de no volver a dejarlo solo. 

Eladio, que tenía un grupo de amigas diferentes en cada horario de misas, no imaginaba lo que estaba a punto de sucederle. Salía, amigablemente, charlando con Francisca y Tomasa, que eran las primeras que habían despertado en él las ganas de vivir nuevamente, cuando se encontró a su hija.

Creyendo que ésta no le había visto, intentó evadirla iniciando la marcha por otro lado, pero Enedina, con aquella voz chillona que no había gastado en riñas con los hijos que no tenía, le increpó desde lejos. 

Volvieron juntos a casa. Ella fue convenciéndole de la necesidad de acompañarle y de las bondades de verse más a menudo ante las ausencias repetidas a las que la tenía sometida. Eladio escuchaba sin decir palabra. Cada monserga de sus hija le animaba más a buscar una solución a lo que acababa de convertirse en un problema.

Llegaron a casa de la misma forma. Enedina seguía con sus argumentos subiendo la escalera delante de él y volviendo la cabeza, a cada segundo, para mirarle a los ojos mientras soltaba un sin fin de palabras que su padre no escuchaba. Al entrar, Eladio fue al baño. Sentado en la taza del inodoro comenzó a dar vueltas a cómo podría deshacerse de la compañía de su hija, que solamente conseguiría terminar con el abundante grupo de amigas que había hecho con tanto esfuerzo. “Papá, ¿estás bien?”, repetía ésta con unos golpecitos rápidos y secos en la puerta. “Llevas mucho tiempo ahí”. Eladio se apresuró a decirle que se encontraba un poco suelto de la tripa y que salía enseguida. En ese momento, ante la preocupación enojosa de su hija y entre los dolores de barriga que tenía por el revuelto del camino, parió una idea que le pareció la redención de la cárcel que ella le tenía prometida. 

No había cerrado la puerta. Nunca lo hacía. En su casa no había nadie y cuando estaba Teodora, dios la librase de verle en semejantes posturas dentro del baño. Así que todo sería más fácil. De repente, pero con mucho cuidado, se postró en el suelo mientras dejó caer algunos de los botes con algodones, jabones y frascos que encontró a mano. Enedina, tras la puerta, comenzó a llamarle repetidamente como si quisiera tirarla abajo con sus gritos. “Pasa hija, me he caído”. Abrió pálida y temblorosa intentó levantarle, pero su menudo cuerpo no le permitió hacerlo. Con una voz estremecida llamó a urgencias para pedir una ambulancia.  (Continuará…IV)

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