Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


sábado, 14 de septiembre de 2013

EL GUERRERO SAMURAI


Cerca de Tokio vivía un gran samurai ya anciano, que se dedicaba a enseñar a los jóvenes. A pesar de su edad, corría la leyenda de que todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario. Cierta tarde, un guerrero conocido por su total falta de escrúpulos, apareció por allí.

Era famoso por utilizar la técnica de la provocación. Esperaba a que su adversario hiciera el primer movimiento y, dotado de una inteligencia privilegiada para reparar en los errores cometidos, contraatacaba con velocidad fulminante.

El joven e impaciente guerrero jamás había perdido una lucha. Con la reputación del samurai, se fue hasta allí para derrotarlo y aumentar su fama. Todos los estudiantes se manifestaron en contra de la idea, pero el viejo aceptó el desafío. Todos juntos se dirigieron a la plaza de la ciudad y el joven comenzaba a insultar al anciano maestro. Arrojó algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara, le gritó todos los insultos conocidos, ofendiendo incluso a sus ancestros. Durante horas hizo todo por provocarlo, pero el viejo permaneció impasible. Al final de la tarde, sintiéndose ya exhausto y humillado, el impetuoso guerrero se retiró.

Desilusionados por el hecho de que el maestro aceptara tantos insultos y provocaciones, los alumnos le preguntaron:

-¿Cómo pudiste, maestro, soportar tanta indignidad? ¿Por qué no usaste tu espada, aún sabiendo que podías perder la lucha, en vez de mostrarte cobarde delante de todos nosotros?

El maestro les preguntó:
-Si alguien llega hasta ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan, ¿a quién pertenece el obsequio?
-A quien intentó entregarlo, respondió uno de los alumnos.

Lo mismo vale para la envidia, la rabia y los insultos.
-Dijo el maestro, cuando no se aceptan, continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo.



viernes, 13 de septiembre de 2013

LA BASURA MENTAL

A veces creo que todos tenemos, de alguna manera, el síndrome de Diógenes. Todo lo guardamos en la mente, por si hace falta o, por lo contario, porque sentimos pena de los deshechos.
         Cuando sufrimos es porque algo no va bien, aunque nada tenga que ver con la realidad y el dolor se produzca solamente en nuestra conciencia. Es lo mismo que cuando un niño llora. Siempre he mantenido la teoría de que cuando lo hace, se encuentra molesto por algo, lo que no quiere decir que haya que concederle todo, pero sí atender a ese desagrado que manifiesta espontánea y abiertamente. A nosotros nos sucede lo mismo cuando estamos viviendo situaciones que nos producen dolor.
         Hay que atender al sufrimiento cuando se hace presente y valorar lo que de fortuito tiene. No se sufre en vano nunca, no obstante, aunque lo parezca. Siempre es por algo y ese algo, aun sin digerir, deja sus restos. Lo peor es ir acumulándolos, unos sobre otros, apilando sus consecuencias y sufriendo su podredumbre.
         La basura mental que acumulamos puede tener consecuencias impredecibles. Siempre está ahí, por detrás incluso de los momentos felices, siempre destilando vapores con un hedor pestilente capaz de diluir el bienestar, siempre necesitada de una limpieza saludable que nos asegure nuestra salud integral.
         Es difícil librarse de ella. Posiblemente, el único método eficaz sea centrarse tanto en los empeños del presente que no quede tiempo para que la mente vuelva a escarbar en la basura en busca de viejos y perdidos sentimientos que solamente pueden importunar el equilibrio emocional. Para eso, hay que tener el día a día lleno de pequeños objetivos con una gran meta: eliminar poco a poco, lo que nos sobra para vivir en paz.

jueves, 12 de septiembre de 2013

LOS RESTOS TÓXICOS DEL AMOR



No hay nada mejor que estar enamorado. Nunca uno es más feliz, ni perdona tanto, ni disculpa y acepta, ni asume y lucha. Todo parece y es posible cuando el amor brilla y ni siquiera la lluvia moja cuando cae sobre nuestro rostro porque resbala dichosa como lágrimas llenas de dicha sobre la ilusión que nos embarga.
Todo es perfecto en su imperfección. Todo saludable en su debilidad. Todo lleno de grandeza en su pequeñez.
Lo peor del amor es el vacío que siente el alma cuando parece perdido. No hay consuelo para un corazón que añora. No hay palabra bien dicha, ni sonrisa que no se convierta en un lamento amargo en la desesperanza.
Uno querría volver a vivir lo que permanece en la mente como un indeleble recuerdo nunca superado. Querría pasar de nuevo por aquellas horas repletas de lo mejor y poder sentir, otra vez, la plenitud de apreciarse completo con que tiene al lado. Pero el amor no es tan inocente siempre. Hace un daño infinito cuando se aleja sin nuestro permiso y se muestra díscolo cuando, sin embargo, llega sin avisarnos.
No estamos preparados para el desamor. Tampoco lo estamos para el amor pero este se cuela sin esperar colas entre los entresijos de nuestra alma enredándola sin remedio antes de que seamos conscientes de ello. Lo peor es que el amor alimenta mientras el desamor nos aniquila.
Cuando amamos no medimos. No controlamos lo que de nosotros ponemos en el otro y sobre todo dejamos de apreciar lo que entregamos a fondo perdido.
El amor es así. Explosivo y derrochador. Arrebatador y cálido. Punzante y abrasivo. Tóxico y venenoso.
Lo es todo, por eso cuando parece huir más allá de nuestras posibilidades sentimos que nos falta la vida.
Solamente quedará siempre la satisfacción de que haber amado significa tener plantada la semilla de la plenitud dispuesta, en cualquier momento, a brotar de nuevo. Ese es el consuelo de cualquier amante en cualquier momento, preparado continuamente para seguir amando.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL VENENO DE LA IRA

         La ira envenena a uno mismo. Te obliga  a lanzar curare sobre los demás y anula tu capacidad de razonamiento. Se trata de una  emoción tóxica y negativa que en vez de ayudar a defender tu posición, la invalida.
         En ocasiones lo que esperamos de los demás no es lo mismo que nos llega de ellos o porque no nos lo pueden ofrecer o porque nuestras expectativas son desmedidas con respecto a la realidad. Muchas veces hemos aludido a las bondades de no desear o a la buena práctica de no esperar algo concreto de los demás. Las amistades, los amores, los familiares, incluso, deben ser siempre un regalo. Y si como regalo lo estimásemos nada de lo que nos sienta mal sucedería.
         Frecuentemente, sufrimos innecesariamente. Nos juega malas pasadas el denominado “pensamiento mágico”. Creemos que una persona a la que estimamos debe responder de una forma particular y cuando apreciamos cómo ha actuado y comprobamos que se desvía de lo que esperábamos se enciende la ira en mayor o menor medida.
         Cuando no perdonamos, la ira continúa por debajo de las excusas que nos ponemos a nosotros mismos para justificarnos. No podemos restablecer nuestro equilibrio cuando nos sigue doliendo que el otro no actúe como esperamos y en realidad, no tiene por qué hacerlo.
         Cada cual debe comportarse de acuerdo a su forma de ser y estar en el mundo, otra cosa será nuestra aceptación. Podemos estar de acuerdo o no, podemos incluso opinar sobre lo que nos agrada o desagrada de ello pero lo que no podemos es doblegarlo a nuestros intereses o necesidades.
         No podemos evitar sentir lo que sentimos, lo único que podemos hacer es tomar postura ante ello y actuar en consecuencia. Uno no puede dejar de sentir desprecio o de permanecer embargado por la envidia, los celos o incluso el rencor, pero lo que si podemos es salir corriendo de la ira y refugiarnos en nuestra alma dejando que estos sentimientos reposen y se sequen. Forzándonos a ser selectivos con lo que permitimos entrar en el corazón y dándonos el tiempo necesario para poder seguir adelante con las mejores muletas que nos apoyen: la fuerza de la creencia en nosotros mismos y en lo que está por llegar.

martes, 10 de septiembre de 2013

LA GUARIDA DE LA FELICIDAD



Poco después de que empezara a existir la humanidad se reunieron varios duendes para estudiar el modo de quitar la alegría a los moradores de la tierra.

Uno de ellos dijo: «Debemos quitarles algo, pero, ¿qué les quitamos?». Después de mucho pensar, otro dijo: « ¡Ya sé! Vamos a quitarles la felicidad. El problema va a ser dónde esconderla para que no puedan encontrarla».

Propuso el primero: «Vamos a esconderla en la cima del monte más alto del mundo». A lo que inmediatamente repuso otro: «No, recuerda que tienen fuerza; alguna vez alguien puede subir y encontrarla, y si la encuentra uno, ya todos sabrán donde está».

Luego propuso otro: «Entonces vamos a esconderla en el fondo del mar». Y otro contestó: «No, recuerda que tienen curiosidad, alguna vez alguien construirá algún aparato para poder bajar y entonces la encontrará».
Uno más dijo: «Escondámosla en un planeta lejano». Y le dijeron: «No, recuerda que tienen inteligencia, y un día alguien va a construir una nave en la que puedan viajar a otros planetas, y la van a descubrir, y entonces todos tendrán felicidad».

El último de ellos era un duende que había permanecido en silencio y escuchando atentamente las propuestas de los demás duendes. Analizó cada una de ellas, y entonces dijo: «Creo saber dónde ponerla para que realmente nunca la encuentren». Todos le miraron asombrados y preguntaron al unísono: « ¿Dónde?».

El duende respondió: «La esconderemos dentro de ellos mismos, así estarán tan ocupados buscándola fuera, que nunca la encontrarán».

Todos los duendes estuvieron de acuerdo, y desde entonces ha sido así: el hombre se pasa la vida buscando la felicidad sin saber que la trae consigo.

JORGE BUCAY