Vemos
a gente por la calle; vecinos, amigos, compañeros, amores, familiares… gente
que come a nuestro lado, que toma un café o que pasa dejando en el aire un rastro
de sí mismo sin sabor a nada.
Nadie
sabemos nada de nadie. Nadie sabe nada de nosotros. Sonreímos, cruzamos
miradas, nos rozamos codo con codo, trabajamos juntos y sin embargo, nadie nos
conoce, nadie sabe de nuestras penas, nadie sabe si cuando estamos solos reímos
o lloramos.
Nos
ponemos un escudo porque lo que realmente queremos es protegernos del dolor.
Resguardarnos de los cotillas, de la gente chismosa, de los que solo van a
rumiar la carroña.
Cuando
depositamos en alguien nuestras penas le estamos poniendo en sus manos nuestro
corazón. Le estamos dejando nuestra intimidad al desnudo. Nuestro desnudo más
integral.
La
verdad es que a pesar de todo tenemos que pasarlo solos. Todo, lo que sea.
Cuando aún te han sucedido pocos sin sabores estás deseando que otros te ayuden
a pasar el mal trago. Cuando éstos se van acumulando te acostumbras a pasarlo
mal a solas.
Hay
que resistir los malos momentos; dejar pasar las horas en las que nos sentimos
muertos e integrar en nuestra rutina la nueva situación.
Y
un día, sin saber cómo ni por qué, el milagro sucede. Ya no te duele igual, ya
no piensas tanto, ya no tiene el mismo sentido y el sol parece brillar de
nuevo.
Entonces
empiezas a verlo todo otra vez. Aquello que pasaba delante de ti y no te dabas
cuenta, los colores de las ropas, los aromas de las calles y las luces
brillando para ti.
Las
sonrisas de otros que tanto molestaban empiezan a ser tus cómplices y de nuevo
crees en la vida y en tu destino.
Lo
mejor está por suceder.
Caminas
entonces con un propósito: el de sentirte liberado de esa sensación tremenda de
abandono de ti mismo.
Y
por fin respiras profundo y sabes que hay un más allá aún por vivir y que es
para ti.