A veces el corazón no funciona al unísono. Con el tiempo aprendemos a tener compartimentos en él. Espacios sin límite preciso en el que poder guardar las riquezas y las miserias que las vivencias nos vamos dejando de nosotros mismos. Porque lo que encerramos en este cofre sagrado no es más que estelas de emociones capturadas en el vuelo del alma a golpe de risas y lágrimas.
Lo que queda ahí es lo que somos y lo que somos no es otra cosa que el resultado del dolor y del gozo que hemos experimentado; el brillo que haya quedado después de las luces y las sombras escritas en el libro de nuestra historia.
Con el tiempo entendemos que es bueno que así sea porque los amores que pueblan el desolado campo de batalla que queda tras las contiendas tienen entidad propia.
Si logramos diferenciar los rasgos específicos de cada sentimiento nunca se mezclarán y por lo tanto no habrá que temer a los celos porque nadie quita amor a nadie. El amor siendo el mismo en su naturaleza, no lo es cuando se derrama sobre personas diferentes porque cada una hace del amor una estrella distinta que alumbra de forma única.
El amor nunca se recorta, nunca por repartirlo disminuye, nunca por ampliarlo se pierden las fuerzas en la entrega. Cuanto más se ama, mayor es la capacidad de hacerlo. Cuánto más se transmite, mayores regalos obtenemos de vuelta, cuánto más se prodiga mejores resultados obtenemos como recompensa, porque el amor es el estado natural en el que la felicidad fluye.
Posiblemente el desamor tenga también su espacio en nuestro templo particular. No podremos evitar mirar con tristeza y melancolía aquel fulgor que resplandecía en nuestras pupilas cuando estuvimos enamorados, sin embargo siempre es mejor haberlo estado que haber esperado en la orilla para verlo pasar delante sin que nos tomase de la mano. Porque después, al final, también tiene su lugar en nuestro balance afectivo.
Las cuentas deben cuadrar y el saldo total ha de sumar amor por todos los lados, de lo contrario creo que la vida habrá sido perdida.