Cada
uno tenemos nuestras razones para actuar de una u otra forma. A veces, ni
siquiera nosotros las entendemos, otras las negamos y alguna más las
confundimos. Pero de cualquier modo, son las nuestras, conscientes o no.
Es
difícil entender la vida de otro. Nos empeñamos en ello e incluso en “vivir” de
alguna forma las vidas ajenas conociendo sus detalles; pareciese que fuera un
modo de salvar la nuestra. Sobre todo si comprobamos que no sólo a nosotros nos
suceden desgracias, si vemos que los demás también lloran y nuestros problemas
no son únicos.
En
realidad, salvo en casos muy particulares, todos vivimos situaciones similares.
Cambia el contexto, los objetos que nos rodena e incluso las personas que nos
acompañan, pero a todos nos gusta lo mismo básicamente. Que nos quieran, que
nos cuiden, que seamos capaces de demostrar lo que valemos, que nos den o que
sepamos ganar oportunidades y que la salud nos acompañe para disfrutar con
aquello que nos hace felices.
Más básico de lo que creemos, más simple, más
sencillo.
En
realidad, nos diferenciamos en poco y estamos más cerca los unos de los otros
de lo que creemos.
Por
eso la envidia por los demás es estúpida. Cuántas veces he añorado para mi,
situaciones de personas cercanas que me parecían envidiables y la vida me ha
demostrado después que el camino es largo y todo puede variar en un momento.
Que nadie es feliz siempre ni para siempre, que las personas cambiamos y que
todo lo que comienza, termina.
No
es ni malo ni bueno. Es una ley que se cumple inexorablemente. El cambio, la
marcha, el declive, la felicidad en momentos congelados, la vida vibrando al
unísono del tiempo que se escapa a cada instante.
Este
es el momento, hoy, ahora. Lo vivido también sirve.
Lo
que vendrá, nos seguirá sirviendo. Estoy segura, hasta el último instante de
vida.