Todo el mundo tiene penas. Nadie se escapa de ellas. Por muy feliz que parezca el amigo, el vecino de enfrente, el cantante preferido, el artista de moda o nuestra propia familia…no hay que dudar que todos participamos de la misma condición humana, que a todos nos afecta la enfermedad, la traición, la deslealtad y los propios fantasmas que, a veces, no descansan ni de noche ni de día.
Veamos este breve pasaje relativo a ello.
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“Un anciano maestro estaba ya cansado de escuchar las constantes quejas de su discípulo, así que pensó que debía enseñarle algo que le hiciera recapacitar.
Una mañana le pidió que le trajera sal y cuando regresó, el maestro le dijo que echara un puñado en un vaso de agua y que a continuación se la bebiera.
—¿Cómo sabe ahora el agua? —preguntó el sabio anciano.
—Muy salada, —respondió el discípulo poniendo cara de asco.
Aguantándose la risa el maestro le indicó que repitiera la acción, pero en lugar de tirar la sal en un vaso lo hiciera en un lago. Caminaron sin prisas hacia un gran lago situado en medio de un vergel a las afueras de su aldea y cuando el discípulo cumplió la orden el venerable maestro le pidió que bebiese.
—¿A qué te sabe ahora? —le preguntó.
A lo que el aprendiz le respondió:
—Esta agua está fresquísima. No sabe nada a sal, es una delicia para el paladar.
Entonces el maestro cogiéndole las manos a su discípulo, le dijo:
—El dolor de la vida es pura sal. Siempre hay la misma cantidad, sin embargo su sabor depende del recipiente que contiene la pena. Por eso, cuando te aflijan las adversidades de la vida, deja de ser un vaso y conviértete en un lago.”
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Efectivamente, no es lo mismo una cucharada de sal en un café, que en dos litros de agua. Si ampliamos el espacio de nuestro corazón, si resistimos con fuerza los envites de la vida con una mente espaciosa…todo será más leve, más sencillo, más fácil y la losa que nos aplasta se elevará por encima de nuestra cabeza diluyéndose entre las nubes del cielo.