Ayer
me dijo una amiga que le habían dicho esta frase. Tan corta. Tan bondadosa. Tan
llena de buena intención para que la otra persona se sienta bien.
A
pesar de estas delicadas intenciones, a ella no fue lo que más me hubiese
gustado escuchar. En cuestión de afecto, todo debe hacerse por uno mismo porque
es la única forma de que sea duradero, de que se siga en la brecha y de que se
perpetúe el motivo que lleva al empeño.
Le
hubiese gustado oír. Lo hago por mí. Por mis propias ganas de satisfacer la
necesidad que siento de ti o el deseo de sentirte. Por mi afán de suplir la
carestía de no tenerte. Por lo que me impulsa y me acerca a tu ser. Por todas
las razones que mueven dentro de mí la imposible resolución de lo que eres.
Le
hubiese gustado saber que no era la satisfacción de las expectativas de la otra
persona la que le movió, sino el ímpetu que nace puro desde el corazón y que se
desenvuelve raudo entre la conquista del deseo propio.
“Lo
hago por ti”… le dejó un sabor con una pizca de amargo. Porque ella sabe que
cuando hacemos algo por la otra persona y no por nosotros y nuestro propio
arrebato, en cuestión de amor, un día…se terminará la fuente que mana en otro
prado.
Ella
quiere que los brotes partan del corazón de quien le ama. Que mamen inagotables
hasta que el jardín frondoso de los
afectos brote insaciable y se ligue sin remedio al suyo.
“No lo hagas por mí, hazlo siempre por ti”.
Esa, dice mi amiga, es la auténtica garantía
de que su amor la ame por siempre.
Estoy
de acuerdo. Siempre. Con amores de todas las dimensiones y categorías. Con
respecto a padres, con hijos, con amigos, con enemigos…con el amor y hasta con
el odio.