Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


sábado, 30 de septiembre de 2017

SUFRES CUANDO TE RESISTES



Todo cambia. La vida es impermanente. Nosotros somos otros a cada instante. El movimiento es el motor de la existencia.

Nos aferramos a lo que amamos, a lo que nos gusta, a lo de siempre, a aquello que creemos que nos da seguridad. Ponemos la tranquilidad en el inmovilismo y es precisamente lo contrario lo que nos daría sosiego.



Hay una impresión de falsa seguridad en el apego. Creemos que nuestros hijos no crecen; aunque les veamos cada vez más altos e independientes. 

Creemos que nuestros amigos son los mismos siempre, que lo somos nosotros…y en ese afán de retener, se nos escapa la tranquilidad.

No entendemos que el otro cambie. No lo admitimos. No perdonamos otras conductas. No admitimos que las circunstancias pueden ser diferentes y que nosotros mismos seamos otros también.

Tenemos que desligar los sentimientos de las costumbres. Las rutinas, los hábitos nos ayudan a vivir, nos facilitan la vida porque nos dan la seguridad de que hacemos lo mismo, de la misma forma, en los mismos tiempos y moviéndonos en espacios semejantes. Pero esa seguridad es engañosa porque nos ata al malestar si algo cambia.

Cada vez menos, es cierto, los patrones inmovilistas son pauta de conducta. Los jóvenes se mueven de otra forma. Son dinámicos y entienden la vida en ese movimientos continuo en el que asumen riesgos, se enfrentan a las novedades y no les importan los cambios.

Muchos de nosotros vivimos invadidos por resistencias. Ponemos freno a la novedad, alzamos un muro ante lo desconocido y en esta cerrazón sufrimos porque no queremos perder “lo de siempre”, “lo nuestro”, lo que nos fija al cuadro del suelo en el que siempre ponemos el mismo pie.

Es difícil dejar ir. Nos deslumbra ver las cosas de diferente color. Nos abate encontrar diferencias en lo que creemos permanente. Pero nada lo es, salvo los sentimientos verdaderamente afianzados en el corazón.

Puede cambiar el lugar, el tiempo, el escenario y hasta el marco del cuadro, y hay que saber asumir esos cambios,  pero estar seguro de que lo único que permanece son las vivencias y la emoción puesta en ellas.

Ese es el mejor regalo. 

El que siempre nos llevaremos puesto allá donde vayamos.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

¿ENVIDIAS LA SUERTE DE LOS DEMÁS?

Solemos creer que el de enfrente, el de al lado, los vecinos, cualquiera tiene un destino mejor que nosotros.

Hoy llegamos con una propuesta: revisar aquello que envidiamos en otros y concluir después, que la suerte de cada uno lleva aparejada su premio y su castigo.

Es un poco largo pero muy interesante. 

Veamos.



…”Un cantero muy hábil vivía al pie de una montaña. Poseía el don de elegir los mejores bloques de la cantera, de extraerlos en un abrir y cerrar de ojos, de tallarlos con destreza. El dominio de su arte le proporcionó una buena reputación, que se divulgó hasta la cabeza de partido. Un rico comerciante le hizo venir para encargarle unos peldaños de arenisca rosada con el fin de reemplazar su vieja escalera de madera carcomida. Durante su trabajo, el cantero pudo contemplar con toda tranquilidad la espléndida vivienda del burgués, sus muebles de madera preciosa, sus copiosos manjares, sus numerosos sirvientes, su mujer y su concubina acicalados con sus vestidos de seda.


Cuando el artesano regresó a su casa, el contraste fue tan sobrecogedor que le embargó la nostalgia. Pese a su talento, se extenuaba para lograr paneas alimentar a su numerosa descendencia. Estaba condenado a vivir en una casa en ruinas, estrecha y llena de humo, a comer gachas de arroz en compañía de su mujer mal vestida, en medio de su ruidosa chiquillería. ¡Jamás llegaría a tener la vida del burgués!


A la mañana siguiente, el cantero partió hacia la montaña.

 Sin ánimo para trabajar, abandonó el sendero que conducía a la cantera y tomó el que subía hacia la cabaña de bambú de un taoísta. El viejo anacoreta, del que se decía que era inmortal y mago, le sirvió una tisana agridulce y le preguntó qué tormento le había conducido hasta su humilde retiro. El artesano le contó su visita a la casa del burgués y finalmente se lamentó de su suerte.

-Quien ha percibido la ilusión de este mundo cambiante –contestó el sabio-, quien se ha abierto al Tao, no querría cambiar su choza por un palacio. Pero ¿cómo renunciar a lo que no se conoce?
Y el anciano esbozó con su mano una especie de ideograma, murmurando a la vez unas palabras impenetrables.


El cantero se encontró de pronto ocupando el lugar del rico comerciante, en su suntuosa casa ¡ornada con una nueva escalera de arenisca rosada! No se planteó ya pregunta alguna y se apresuró a disfrutar al máximo de esa vida opulenta y delicada.
Unos días después, mientras vagaba por la calle principal del lugar, el cantero vio que la multitud se apartaba para dejar paso a un cortejo. Era el prefecto en viaje de inspección, confortablemente instalado en un palanquín dorado, rodeado de sus lacayos y de sus guardias rutilantes. Totalmente boquiabierto, el hombre de las montañas se paró en medio del paso para contemplar el espectáculo, deteniendo de este modo la procesión. Los guardias se abalanzaron sobre él y presentaron al mandarín al desgraciado que había tenido la desfachatez de detener su palanquín. El dignatario, furibundo, lo condenó a recibir cien bastonazos y a pagar cien taeles de plata. ¡No se ultraja impunemente al representante del Hijo del Cielo!
Nuestro cantero lamentó no haber preferido desear ser prefecto… ¡y de inmediato se encontró en el palanquín dorado!

Cuando el cantero descubrió el palacio del mandarín, no daba crédito a sus ojos. Maderas lacadas, estatuillas de jade y de marfil, manjares refinados, seductoras concubinas con delicados vestidos de satén; tanto lujo hacía que la cabeza le diera vueltas. En el colmo de la felicidad, pensó que había llegado al reino de los Inmortales.
Pero nuestro dignatario, que carecía de la experiencia de su predecesor, fue un buen día convocado a la Ciudad prohibida, donde se le comunicó que Su Alteza Imperial, a la vista de las numerosas quejas contra su persona, lo destituía de sus funciones y lo enviaba a combatir contra los bárbaros del norte.


Nuestro cantero lamentó no ser emperador. De ese modo, al menos, no tendría que rendir cuentas a nadie, y sería el dueño del mundo. Disfrutaría además del palacio más grandioso que ojos mortales pudiesen contemplar.


Y por el poder del taoísta de la montaña, el cantero se encontró sentado sobre el trono imperial.


Pero el nuevo emperador, al no entender gran cosa de la jerga diplomática ni del estereotipado lenguaje político, dejó que sus ministros gobernaran en su lugar. Prefirió hacer tareas de jardinería en los jardines deliciosamente diseñados de la Ciudad prohibida y apoltronarse en los acogedores divanes del gineceo. Con su inocencia, el cantero había puesto en práctica, sin saberlo, el precepto de Lao Tse: Por la virtud del no-obrar se mantiene el orden natural.


Pero un Hijo del Cielo no se improvisa impunemente, y sin duda éste desatendió algún rito ancestral que mantenía la armonía entre el Cielo y la Tierra. Una terrible sequía se abatió sobre el Imperio del Medio. Los cursos de agua y los estanques se secaron, los manantiales y los pozos se agotaron. Incluso a la sombra de los muros del jardín de la Ciudad prohibida, el calor canicular hizo estragos. Bajo el sol de plomo, las peonías, las rosas, las orquídeas, los bambúes y los bosquecillos enanos murieron de sed entre las manos enternecidas del emperador. El soberano más poderoso del mundo comprendió que el astro solar era superior a él. Y el cantero lamentó profundamente no reinar en el cielo en su lugar.


Desde su lejana montaña, el viejo taoísta captó de inmediato su pensamiento, pues, de repente, el insaciable cantero se encontró pavoneándose sobre la bóveda celeste. Desde ahí podía imponer su poder en toda la superficie de la Tierra, acariciar y hacer cantar la diversidad de paisajes, de cosas y de seres. Y admirar sin cesar su obra renovada. Hasta el día en que las nubes regresaron. Al principio se quedó tuerto, después, totalmente ciego. Ya no podía disfrutar del espectáculo que creaba. Sintió rabia. La nube, ese vapor inconsistente, era, pues, más poderosa que él, hoguera ardiente. Lamentó no estar en su lugar.


El sabio de la montaña ejecutó su pequeño truco, y nuestro cantero se encontró convertido en nube. Durante algún tiempo le hizo la burla al sol, lanzándole al desgaire su pantalla de humo. Pero pronto fue arrastrado por una corriente de aire taciturno que lo zarandeó en las seis direcciones, lo deshilachó, lo desgarró. Estaba sin fuerzas a merced del viento. Había encontrado a su amo, sin duda el más poderoso, el más huidizo del universo. Lamentó no haber pensado antes en ello.


Por el poder del viejo sabio, el cantero fue soplo de viento. Cobró velocidad, vigor, se transformó en un temible huracán. Se divertía derribando árboles, aventando tejados, desplomando muros. Una alta montaña lo detuvo. Se ensañó con ella, trató de sacudirla, de arrancarla, de escalarla. Todo fue inútil. Se quedó sin aliento. Había encontrado, por tanto, algo más fuerte que él. Deseó ser montaña.


Y por la magia del Tao, el cantero fue un pico altivo, coronado de nubes. Era inamovible e insensible a la nieve y a los rayos de sol. Pensaba haber alcanzado la felicidad suprema de un Inmortal. Pero pestañeó, manifestando una pequeña molestia. ¡Le picaba un dedo del pie y no podía rascarse! ¡Qué exasperante resultaba! ¡Insoportable, incluso! Finalmente, a través de una brecha en la bruma divisó a un ser humano minúsculo, un miserable mortal, que llevaba un mazo en la mano. ¡Era un humilde cantero, un ser insignificante, quien le comía la moral! No había, por tanto, nada más poderoso en el mundo que ese pobre individuo…


Y tras el viaje mágico que el sabio le hizo hacer, el cantero se encontró de nuevo en su cantera, al pie de la montaña. Admiró el paisaje como si sus piernas nunca le hubiesen llevado hasta este lugar. Luego se puso manos a la obra, cantando a voz en grito. Al anochecer regresó a su casa, besó complacido a su mujer y a sus hijos, que le parecieron más hermosos y más auténticos que los cortesanos. Y nunca más se quejó de su suerte.”


***
No busques la felicidad en el vergel de tu vecino. Cava más bien en el interior de tu jardín.