La vida es movimiento, cambio e impermanencia. Nos empeñamos en que sea algo que no es. Queremos que nada cambie, que nos dejen como estamos, que no se muevan las coordenadas que con tanto esfuerzo hemos logrado disponer pero, sobre todo, que lo bueno siga estando en nuestras vidas.
En cualquier instante, todo puede cambiar y hacerlo de manera drástica e imprevisible. No estamos preparados para dejar de tenerlo todo o perder mucho. Nuestro modo de estar en este mundo pasa por el apego, por estar agarrados a cualquier mínima cosa, por no querer perder nunca y por no saber despedirnos con facilidad.
Sin embrago, la vida decide por nosotros. No podemos manejar casi nada, en contra de lo que pensamos y, a veces, cuanto más nos empeñamos en algo menos se acerca a nosotros.
Aprender a despedirse es madurar. Así de duro es que la vida pase por ti. Desde que nacemos estamos diciendo adiós a lo que nos rodea, hasta que lo digamos definitivamente. Deberíamos aprender a jugar con las reglas de la vida y no intentar poner nosotros las que nos vengan bien, porque la vida, la naturaleza, el entorno…todo estaba antes que nosotros y todo se regía por sus propias leyes, sobre las que no tenemos poder alguno.
En ocasiones, no nos queda más que aceptar lo que llega, aprender a modelarnos para encajar de nuevo en lo que nos queda, ser camaleónicos y poder sobrevivir, porque en definitiva, llegamos sin nada y nos vamos igual.
No nos aferremos tanto a nuestro coche, a nuestra casa, ni incluso a nuestros seres queridos; dejemos una brecha de apertura para lo que pueda llegar y sepamos encajar los golpes de la vida como parte de lo que significa “estar vivos”.
Dejemos fluir el devenir de los acontecimientos con serenidad para que el impacto de lo que suceda no acabe con nosotros.