Hoy
se celebra el día de todos los santos, aquí en España. Una fiesta un tanto
triste por acercarnos, si se puede más aún, al recuerdo de los que se han ido
antes que nosotros. Es una fiesta de
silencio. De lágrimas y velas. De caras largas y recuerdos profundos. De
emociones concentradas y sensaciones que llegan del pasado.
No entiendo que exista una fiesta para
recordar a quienes no se puede olvidar. Y si es que se precisa recordar es que
nunca se amó porque, al menos para mí, no es necesaria. Todos los días me
acompañan sus palabras, su imagen, su sonrisa o su fuerza.
En realidad, uno se da cuenta de que la
muerte es la mejor cura. No hay diferencias para ella, ni se compadece de nada
ni de nadie, ni perdona, ni reconoce, ni recuerda ni flexibiliza. No tiene
compasión, ni la misericordia le permite clemencia. Nos iguala y nos somete a
lo mismo.
La mejor cura para el ego es estar
cerca de ella. Entonces uno cambia de golpe. Todo se relativiza y solamente se desea
alejarse del fin.
En realidad, entonces y solo entonces
somos conscientes de que lo mejor en la vida es atesorar momentos y no cosas,
porque ellos siempre van con nosotros, hasta el fin de nuestros días y quizás
más allá de ese final.
Por eso apuesto por la vida hecha de
momentos sublimes. Por lo que hace vibrar y lo que sacude por dentro; por ese
instante que significa el universo entero dentro e nosotros. Por la brisa suave
acunando el alma, por la melodía excelsa tañida en las cuerdas de la pasión,
por un suspiro en los labios de la locura, por lo que o se ve pero siempre
permanece.
Hoy celebramos la vida que hay en cada
uno de nosotros y la que hubo en quienes amamos y ya no están.