La
hora de la comida que más me gusta es el desayuno. Delante de una taza de café
uno puede pensar y decidir cómo va a ser el día. Posiblemente, suene atrevido
aludir a “decidir el día” pero de alguna forma podemos hacerlo así.
Es
importante el desayuno. Hay que hacerlo, y deberíamos dedicar un tiempo a
sentarnos y planificar el resto del tiempo, hasta la noche, desde ese punto de
mira. Un desayuno rápido, de pie y en pocos segundos, evita la posibilidad de
serenarse para lo que nos queda.
Seguramente
pensamos que el día es imprevisible. Y lo es. Lo que de verdad podemos disponer
en él, es la actitud que mantengamos a lo largo de su desarrollo.
Si
logramos tomar el café sentados y a ser posible, en soledad, comprobaremos que
nuestra mente toma el camino de ordenar cada paso a dar y en ese territorio que
prefijamos, en el que el zar dispone, poder encontrar el mapa adecuado para seguir
la ruta.
El
desayuno es una oportunidad para mirar la acción desde el reposo e impulsar la
voluntad para levantarnos con fuerza y comenzar el día. Con él, no solamente comenzamos
a nutrir el cuerpo, sino la mente. Es una especie de energizante que permite saltar
barreras antes de encontrarlas.
Deberíamos
dedicar tiempo a este rito y no resolverlo de pasada en unos instantes
imperceptibles.
Yo
al menos, cuando desayuno pienso en lo que voy hacer, en cómo me voy sentir
aunque las dificultades lleguen y, en ese momento, me veo a mi misma dispuesta
a poder con todo. Es una especie de momento mío tras el que salgo confiada y
entregada al mundo, no sin antes haberme repetido una y mil veces, que pase lo
que pase, solamente yo tengo la llave para decidir qué sentir y cómo manejar lo
que siento.
Siempre
es un buen comienzo del día. Seguro que funciona en todo el mundo. Sólo hay que
probar.
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