Usamos
muchas palabras al día y aún así a veces nos faltan las adecuadas. Tenemos muchas expresiones dedicadas a los
estados emocionales que sufrimos a cada instante y no dudamos en recurrir a
ellas como si nos liberásemos de su pesada carga cuando las expresamos.
Cansancio,
tristeza, angustia, congoja, pesadumbre, ansiedad, soledad, llanto, dejadez,
insomnio, agresividad, ira, celos, envidia, desesperanza, apatía…y un sin fin de
términos más que refuerzan cada sensación interior, cada estado de conciencia
con el que nos sentimos cada vez más pequeños e indefensos.
Palabras
que no son inocentes por cuanto nos sitúan a las afueras del equilibrio y la
armonía interior y que si bien parecen solamente expresar lo que sentimos
tienen una misión oculta de mayor calado: asegurarse su permanencia, impedir
que alcancemos otra forma de ser y sentir y perpetuar su existencia en los
entresijos de la mente.
Debemos
tener especial cuidado con lo que decimos. Las expresiones de protesta, las palabras
que rozan el desasosiego o aquellas que indican cualidades negativas tienen una
vibración muy baja; su frecuencia vital
incide sobre aquello sobre lo que pretenden descargar. Son entidades
vivas que yo siempre evito.
Cuando
uno dice palabras desagradables a algo o a alguien ellas llevan su mensaje y lo
saben aplicar. No son inocentes. Nunca lo son.
Sin
embargo, los vocablos amables, cualquier palabra cargada de ternura, afecto o
simpatía genera cariño. Tiende puentes de apertura y enlaza corazones.
Los
términos que parten de la cordialidad siempre mejoran, siempre permiten más,
siempre predisponen mejor.
Compartir
nuestras razones y hacerlo sobre palabras de seda puede contribuir a solucionar
problemas que podían parecer irresolubles.
Acatar
las vibraciones amorosas de los términos amables equivale a enriquecer nuestro
ámbito cercano y a proyectar sobre él, semillitas de empatía que germinan al son
de la abundancia.
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