Hay
momentos en los que el silencio expresa más que las palabras.
Cuando
la intensidad de una situación es extrema, callamos. Cuando lo peor ha
sucedido, callamos. Cuando lo mejor está sucediendo, callamos.
Cuando
la vida se va nos somete al silencio más inmenso. No hay palabras para
describir el olor del silencio, su textura y su presencia.
En
el silencio se comprende todo. Nos podemos escuchar a nosotros mismos, podemos
oír lo que no se ha dicho pero ha estado implícito, podemos sentir lo que nos
roza y no podemos tocar, lo que nos persigue y de lo que no podemos huir.
En
el silencio brotan las lágrimas de forma lenta y pesarosa. Se mezclan los
recuerdos, se reviven las vivencias. Se esclarecen las secuencias de aquello
que no entendimos en su día y sobre todo, se comprende y se perdona. A otros o
a uno mismo.
Vivimos
inmersos en la prisa, en la falta de tiempo y en la demasía de las palabras.
Vivimos de espaldas al silencio porque si le permitimos entrar en nuestra vida
nos dejará a solas con nosotros mismos y tememos que no nos guste lo que vemos
cuando nos encontremos con nuestro yo.
El
silencio es superlativo. Todo se magnifica cuando no hay palabras; se descubren
matices, se echa de menos, se desea, se planifica, se invoca, se renuncia o se
decide la batalla. En el silencio nos resignamos o podemos inmolarnos en lo más
intenso del sentimiento.
Necesitamos
más silencios y menos notas en nuestra partitura de la vida. Para ser más
comprensivos; para ser más compasivos.
Silencio
para comenzar a escucharnos; lo que el cuerpo tiene que decirnos o lo que la
mente debe de callar.
Es
difícil encontrar tiempo para el silencio en una vida que lo evita. Por eso
debemos comenzar por introducir en la nuestra, pautas de silencio que vayan aumentando
paulatinamente.
Empecemos
por un minuto de silencio; ese tan importante y simbólico que se ha hecho historia después de una
despedida; vayamos añadiendo día a día, un minuto.
A
ver qué pasa.
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