La vida está hecha de presentes. De
momentos, instantes y milésimas de tiempo que se suceden inmediatas y de forma
instantánea se sustituyen.
Queramos o no, el pasado, que tanta
huella dejó en nosotros, ya no está. Ni volverá. El futuro no ha llegado. Ni
llegará, porque lo único que tenemos es el momento en el que estamos, que de prolongarse
nuestra vida se convertirá en un mañana que no llegará a nombrarse como tal
porque seguirá siempre siendo un hoy.
Parece
un galimatías que se resume en el hecho real: la vida la hacemos a cada
instante por eso la hemos de vivir así.
Estamos
muy apegados a todo; a lo grande y a lo simple. No queremos perder el coche, la
casa, nuestras ropas…porque eso parece que nos instalaría en un caos.
Tampoco
queremos desprendernos del tiquek de aquel restaurante donde “me dijo que me
quería”, de la rosa yerta entre el libro que más me gusta, del boleto de subida
a aquella torre del viaje de nuestra vida.
Los
apegos que nos parecen que nos salvan, que nos anclan a una historia, son los
que nos llevan al sufrimiento diario, al recuerdo permanente, a la tristeza enquistada
en el corazón. Pero también es cierto que el momento presente no surge de la
nada. No tiene un origen emanado por generación espontánea, no es un inicio sin
precedentes.
Posiblemente
no haya que obviar lo anterior, el pasado y los recuerdos; sí que hay que hacer
una criba de aquellos que nos hagan daño, que nos duelan y nos retuerzan. El
resto es muy válido para saber que cada sorbo bebido instante a instante tiene
un sentido en el que poder recolocar esas raíces que tanto nos gusta tener.
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