Nos gusta pensar
que algo o alguien nos protegen. Muchas veces, aquellos que dicen no creer en
nada, al menos piensan que los que ya no están y les han amado en esta
existencia, están ahí, cerquita, vigilando nuestra vida para no dejarnos caer o
para evitar que las desgracias hagan diana en nosotros.
Cuando somos
pequeños nos hacen mirar al cielo y ver las estrellas como guías que nos van
indicando el camino mientras podemos elegir una de ellas. Y la elegimos con
todo el sentimiento puesto en que esa es la nuestra, en que nos ayudará si es
necesario y sobre todo, en que tras ella hay una fuerza poderosa que todo lo
puede.
Pensemos como
pensemos y aunque no sea de esta forma, mirar al cielo en una noche estrellada siempre
ha sido un espectáculo de inmenso calado en nuestra alma.
Esa luz tan intensa que resplandece fulgurosa
en un espacio oscuro e indefinido, el silencio que crean a su alrededor cuando
enmudecemos ante ellas, la sensación de plenitud que nos embarga viajando, en
un segundo, a través de nuestra pupila, a la velocidad de la luz es la que nos
deja sin palabras en deliciosa calma.
Tener una
estrella propia es contar con un tesoro inmenso. Si no la tienes aún, elije
una. Mira despacio, hay muchas. Una de ellas ya te ha elegido a ti. Lo sabrás
cuando retires la vista del cielo y la vuelvas a colocar allí.
¿La tienes?. Esa es tu protección.
El encanto no
está en que a una de ellas la hayas bautizado como propia. La magia opera
dentro de ti, en tus creencias, en donde has depositado el foco de tu fe.
Probemos. Además de divertido es sumamente reconfortante.
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