“…Aquel
día me levanté temprano. Estaba inquieta, incómoda en mi cama, llena de
desasosiego. Había pasado la noche dando vueltas sobre mí misma, agarrando la
almohada para que los distintos trozos de tela conquistasen, fríos, mi rostro.
Todo era inútil. Mi mente daba millones de volteretas sobre esa sensación
inconclusa que atenazaba mi estómago.
Me
levanté deprisa, como si alguien estuviese acechando tras de mí. No era sino la
sombra de mi miedo. Una presencia densa y oscura que masticaba, cerca de mi
oído, rechinando sus dientes para hincarlos en mi alma.
No
podía explicarlo, sin embargo, un sudor frío comenzaba a empapar aquella vieja
camiseta que se pegaba a mi piel.
Muchas
veces había experimentado intuiciones certeras que se cumplían la mayoría de
las veces. Algo iba a suceder y no sería muy lejos de mí. ¿O tal vez sería a mi
misma?.
Aquella
espesa sensación se había adherido a mi mente y no estaba dispuesta a abandonarme.
Fui
a la cocina a prepararme un café. No había nada que temer. Todo estaba en su
sitio. Nada hacía presagiar que fuese a suceder algo extraño ajeno a las
cotidianas rutinas en las que me encontraba cómoda.
No
lo tomé. Fui a darme una ducha y bajo el agua aquel compañero que se había
convertido en mi sombra, puso su mano en mi hombro. Me estremecí al instante.
Su
tacto era frío y rugoso, pareciese que un metal helado cayese en él hundiendo
mi clavícula. No me moví. Solamente giré mi cara y pude verlo. Era él. El
mensajero del miedo. Ahí estaba. Sin rostro, sin cuerpo, sin forma definida
pero con una presencia maloliente que envolvió toda la estancia.
En
aquel momento me di cuenta. Lo había creado yo, era un hijo de mi cerebro. De
igual forma lo podía despedir.
Cerré
los ojos. Imaginé la poderosa luz blanca que como un rayo poderoso inundó mi
interior.
Volví
abrirlos. Todo se había trasformado.
Sentí
ganas de volver a la vida.
Solamente
mirando al miedo pude deshacerme de él.”
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