Ni todos somos tan malos, ni tan buenos. Ni nada es tan negro, ni tan blanco. Ni somos demonios, ni dioses. Para todo hay un punto medio y tonalidades que acercan a lo mejor y a lo peor.
La mayoría solemos tener una opinión
aceptablemente buena sobre nosotros mismos y ante cualquier problema, el malo
es el otro.
No
entendemos que en un conflicto siempre hay varias partes y que cada una de ellas pone su peso en el
punto de fricción. Sin embargo, para llegar al deseado equilibrio se ha luchado
mucho. Por encima de todas las particularidades legítimas de un grupo, clan,
socios, vecinos, empresas, pueblos y
países está la Ley que ampara y
equilibra; que obliga y protege, que denuncia y acoge.
Los
intentos de los pueblos por garantizar
la vida armónica han sido muchos. Es difícil equilibrar; es complicado mantener
la balanza con los platillos al mismo nivel; para eso hay que estar siempre
alerta custodiando lo que garantiza la equidad; o al menos, la mayor posible.
La
Constitución nos ampara a todos. Nos representa a todos y nos respeta a todos.
No excluye, no minoriza, no desprecia,
no sectoriza, no relega.
Muchos
de los conflictos que pasamos en la vida, a todos los niveles, se producen por
no saber interpretar. La Ley también se interpreta y es flexible y tiene
corazón. Esos latidos que marcan el pulso de lo plausible entre el bien y el
mal. Bombeos que permiten que todos, bajo ella, podamos ser nosotros. Cada uno
y a la vez el conjunto.
Hoy
debemos un reconocimiento al esfuerzo de sus padres y al enconado arrojo de quienes a lo largo del tiempo han mantenido
el espíritu que pacifica y garantiza la armonía de la convivencia.
Seamos
nosotros. Mantengamos nuestra identidad. Ella no nos lo impide.
¡Un
brindis por todos los que continuamos creyendo que tener una Constitución mantiene las posibilidades de vivir en paz!.
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