Lo
mejor de todo es tener las ideas claras. Cuando no dudamos y estamos, por
tanto, seguros de lo que queremos y deseamos, luchamos por ello con una
dirección.
Dudar
nos sumerge en una insatisfacción permanente en la cual puede cometerse
cualquier número de tonterías.
Cuando
un problema da vueltas en nuestra cabeza y no vemos claras las soluciones, entramos
en una especie de estado de shock permanente, en el cual estamos al vaivén de
lo que nos dicen, de lo que opinan los que nos quieren o los que nos odian; en
cualquier caso, unos y otros, mantienen una observación externa que aun siendo
interesante nunca debe ser definitiva en nuestras decisiones.
Es
muy útil emplear el método de la balanza. Se trata de emplear dos columnas
enfrentadas en un papel. Coloquemos los motivos a favor y en contra de la
decisión en la cual dudamos y, más tarde, contestamos a estas preguntas …
1.
¿Qué
puede pasar si no sucede este paso?
2.
¿En qué cambia mi vida?
3.
¿Estoy dispuesta/o a asumir riesgos?
4.
¿Qué
es lo que me asusta?
5.
¿Qué
debo cambiar para qué sucedan diferentes resultados?...
6.- ¿Quiero realmente hacerlo?
Posiblemente,
repasando las respuestas nos demos cuenta de cuál es el camino a tomar. Nos
vamos a dirigir nosotros solos a la solución. No sé si a la mejor o a la peor,
pero al menos tomaremos un camino en el cual comenzaremos a pisar terreno
firme.
Y si a pesar de todos estos pasos seguimos
actuando de la misma forma, es porque algún sentido tiene y, sin duda, no es el
momento de cambiar, sean como sean las consecuencias.
No
es aún el final de la historia.
Algo nos quedará por aprender… o qué enseñar.
Todos
somos aprendices; todos maestros.
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