Estoy segura
de que muchas de las cosas que nos suceden tienen que ver con aprender a tener
paciencia.
Somos
impulsivos en las reflexiones, en las contestaciones, en el proceder. Somos
inquietos, intranquilos y soliviantados. Estamos en la cultura de la protesta y
nos encanta hacerla.
Nos
fijamos mucho en la mota ajena y solemos hablar de las situaciones de los demás
como si conociésemos sus malestares, los sufrimientos y las inquietudes por las
que otros pasan.
Para el
mundo occidental, la calma es lo más difícil de conseguir. Somos contestatarios
y rápidos en la reacción. Nos perdemos en los gritos, en las diferencias y en
las culpas.
Nos
adelantamos muchas veces. Tenemos poco sosiego. No meditamos las respuestas. Tampoco
dejamos templar el alma para ejercer la comprensión o la compasión. Estamos
deseando juzgar y aún más condenar.
La
impaciencia lo complica todo, hasta lo manual. ¿Cuántas veces queremos hacer
algo bien, arreglar algún objeto y nerviosos por alguna circunstancia lo
estropeamos aún más?
Veamos
este breve cuento zen que trata de la impaciencia.
Impacientemente, el estudiante replicó, “Pero quiero dominarlo mucho antes que eso. Trabajaré muy duro. Practicaré a diario, diez o más horas al día si es necesario. ¿Cuánto tiempo tomaría entonces?” El profesor pensó por un momento, “veinte años”.
La impaciencia complica básicamente todo aspecto de la vida incluyendo el aprendizaje. Muchas veces esta misma impaciencia o apuro por conseguir las cosas viene de la mano del capricho, la envidia o algún vacío que tenga la persona.
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