Lo cierto es que no nos llevamos nada. Nada
que sea lo que nos llevamos puesto en el alma.
Las vivencias, las risas, la
complicidad, el gozo, el dolor, la tristeza y el llanto. Lo que no se ve ni se
toca pero se siente muy dentro. Aquello incoloro, etéreo e incorpóreo pero tan
permanente que traspasa de lado a lado la existencia del aquí y el más allá.
Este mensaje tan certero, tan obvio y
tan comprensible, aceptado por todos, apenas es puesto en práctica por unos
pocos.
Cuando alguien muere nos asalta la idea
del valor del tiempo y del escaso mérito de lo perecedero, pero se nos olvida
pronto y de nuevo nos enzarzamos en enredos materiales que pensamos tenerlos
por siempre y para siempre.
Obrar de este modo es sin duda,
estúpido. Necio aquel que muere y mata por riquezas. La mejor y mayor de todas
no se puede medir, ni pesar, ni llevar en maletas, ni cargar en aviones.
La herencia verdadera tiene que ver con
las actitudes, los sentimientos, las emociones, la compasión y el compartir.
Esto es lo que verdaderamente nos hace inmensamente ricos y nos define como
indefinidamente inteligentes.
Comparto un breve cuento al respecto.
…”Hace muchos años un poderoso sultán, ya de avanzada edad, hizo
comparecer a un santo ermitaño y le dio el siguiente encargo:
Visitó todos los lugares, conoció infinidad de personas, pero nunca vio a alguien que para él fuera el más tonto.
Un día se enteró que el sultán había enfermado de gravedad y, de inmediato, regresó al palacio y lo encontró moribundo. Oyó que el sultán repetía esta queja: "Mis riquezas, mis riquezas, las acumulé toda mi vida no me las puedo llevar conmigo. No quiero dejarlas, no quiero dejarlas, ¿qué voy a hacer sin ellas?" Entonces el ermitaño le dio el cofre al sultán y adentro se leía esta frase: "Solo hay una riqueza que permanece: EL AMOR"
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