Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


miércoles, 22 de mayo de 2013

LA AUTOCOMPASIÓN



Cuando la vida nos va mal solemos buscar culpables. Muchas veces no acertamos a encontrar  respuestas a tantas incógnitas que van surgiendo en el camino cuando los fracasos aparecen o las angustias nos invaden. La mayoría  lo que se impone en nuestro razonamiento, es la sensación de impotencia que amenaza desde dentro continuamente y que nos posiciona en el centro de los males como  desoladas víctimas al vaivén de las circunstancias.
Sin apenas darnos cuenta aparece la temible autocompasión como un camino hacia ninguna parte. Incapaces de comprender por qué somos protagonistas de tantas vicisitudes decidimos  dejar de disfrutar de la vida para pararnos a lamer nuestras heridas.  
La lástima por uno mismo es un sentimiento destructivo, adictivo que genera un placer momentáneo (como las drogas), pero nos aísla de la realidad.
Los demás, el resto de los que nos rodean, pueden acompañarnos en nuestra pena, incluso tratar de sufrirla con nosotros pero, sin duda, no pueden comprender en su totalidad la dejadez que podamos  padecer con respecto a la terrible sensación de que todo nos va mal. Y con  ella, pronto empezaremos a apreciarnos como unos perdedores incapaces de recuperar la partida.
Lo más dramático surge cuando la autocompasión comienza a ser crónica. Nos damos pena. Nos sentimos tan pequeños que apenas entendemos cómo llegar a soportar la vida normal de cada día. Nos debilitamos por momentos. Y nuestra mente deja de funcionar con el engrase del positivismo y la esperanza.
La lástima por uno mismo siempre es infructuosa. Pero no inocua. Es dañina y venenosa. Nos lleva a un estado de infantilismo donde caemos en el círculo vicioso de reclamar atención  a quienes obvian que nos sentimos tan mal como para pedir, sin palabras, amor a fondo perdido.
La autocompasión puede llamar a una amiga muy cercana: la depresión y juntas invadir hasta el último hueco de nuestras vidas.
Cuando llamen, de la mano, a nuestra puerta es mejor dejarlas pasar, sentarlas de frente y dialogar con ellas. Aquello a lo que nos resistimos, persiste. Preferible que tomen asiento, que degusten su café y que regresen al lugar de donde nunca debieron salir.


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