La
creencia popular apunta al hecho de que facilitar la existencia, sobre todo en
los primeros momentos de nuestra vida, lleva, si no se controla bien, al desastre
del adulto en el que se ha de convertir el niño.
Poner
fáciles las cosas, a veces, y paradójicamente, no ayuda. Y no lo hace porque
asumimos que por derecho tiene que ser así cuando lo tenemos todo.
No nos permite tener perspectiva, no podemos
comparar con otras situaciones peores, no valoramos, por tanto, lo que se nos
da sin esfuerzo.
Es
necesario pasar por las experiencias y sobre todo, por las duras. De otra forma, normalizaremos la excelencia y
todo lo que no se nos regale cercano a ella, será un puro drama.
Poner
límites, saber decir no a tiempo, marcar
lo que se puede y lo que se debe en la ocasión justa nos permitirá que el otro
pueda hacer una valoración de lo que tiene, de lo que le falta, de lo que
supone alcanzar metas y luchar por ellas.
Sin
lucha no hay recompensa porque el premio se convierte en algo cotidiano sin
valor.
No
es fácil, según que caracteres, dirigir a otros y menos hacerlo bien si son tus
hijos.
A
nadie nos enseñan a ser padres. Tampoco a vivir. Pareciese que eso se aprende
caminando con los tropiezos diarios y con el criterio heredado de los ejemplos
recibidos. Pero no siempre es así. En ocasiones, repetimos modelos represores,
en otras permisivos y en ninguna de las dos formas está lo correcto.
Lograr
un medio en el que todo fluya en su justo punto no es sencillo pero sí
necesario.
Ni
que el límite sea insalvable para quién está bajo nuestra dirección; ni que la
barrera esté tan abierta que se despeñe por el precipicio.
Intervenir
poco, pero en el momento adecuado. Dialogar, pero sentar bases innegociables
que defiendan la integridad moral y los valores del que se forma. Ser cautos y
amables, ser flexibles y justos. Porque una forma de injusticia es la permisión
de lo indeseable.
Tenemos
tarea por delante. Tal vez, con nosotros mismos.
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