Cada
uno tenemos nuestro propio límite. A veces caemos en la tentación de recriminar
a los demás valorando nuestro nivel de tolerancia.
“Yo
no aguantaría eso…”, “Eso a mí no me lo hacían”, “…Lo que tu permites yo lo
cortaba rápido”…” Conmigo tenían que dar”…
Éstas
y otras frases parecidas son muy fáciles de decir. Hay que ponerse en los
zapatos de otro y caminar sus leguas. Hay que ser el otro.
La
tolerancia, muchas veces, es una puerta directa hacia el abuso. La persona que
tenemos enfrente nos cree demasiado fáciles. Carentes de fuerza de voluntad para
imponer límites. Es como si se encontrasen con una tarta rellena de nata y solamente
tuviesen que hendir el cuchillo.
El
límite de cada uno tiene que ver con el carácter, sin duda, pero también con
los ejemplos recibidos, con lo sufrido anteriormente y con lo que estamos
dispuestos a seguir sufriendo.
La
resistencia a la presión, del tipo que sea, te hace sin embargo más fuerte, en
contra de lo que pueda pensarse.
Hay
que saber delimitar las fronteras de lo posible. Hay que saber frenar, pero
también saber esperar. Porque nada pasa en vano, nada en balde.
Si
los demás nos creen tontos solo hay que sentarse y observar cómo la tortilla se
da la vuelta. Y lo veremos seguro.
Cuando
uno es tolerante la gente le confunde. Piensan que pueden pasar pisoteando el
césped y que hagan lo que hagan el jardín seguirá floreciendo.
Los
tolerantes también tienen límites. Más anchos, más largos, más lejanos, más
dúctiles… pero los tienen.
En
el medio se aprende mucho; al final, se termina con todo lo que daña y siempre
se suma en vez de restar porque tolerar es enseñar a los demás una de las
mejores lecciones.
Sin duda.
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