Abriendo la puerta...

"Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera"

Francoise de la Rochefoucauld


lunes, 26 de octubre de 2015

EL AMOR ES LA SAL



       
   En cierto país vivía un rey que tenía tres hijas. Como ya se estaba haciendo mayor, comenzó a preguntarse cuánto le querrían sus hijas, hasta que decidió averiguarlo. Se sentó en el gran trono y mandó llamar a la mayor de las muchachas.

-Dime, hija -preguntó el rey al llegar su descendiente-: ¿cuánto me quieres?

           Ella, que conocía muy bien a su padre y sabía de sus gustos, respondió presurosa:
- Padre, os quiero más que al oro.

             El monarca, complacido, sonrió. No había nada que le gustara más que el oro. Repuso:
- Has dicho bien.

             Y mandó llamar a la segunda. Lo mismo preguntó a la princesa mediana, que pensó un instante antes de contestar:
- Os quiero más que a la plata, padre.

                El anciano rey, al pensar en el brillo de la plata, el fulgor de los candelabros y las monedas y la fastuosidad de las riquezas, sonrió.
- Has dicho bien -contestó.

               La tercera hija, la menor, amaba profundamente a su padre. Cuando estuvo en su presencia, él preguntó:
- Dime, niña, ¿cuánto me quieres?

             Ella, pensándolo detenidamente, respondió:
- Os quiero, padre, más que a la sal.

          El viejo monarca parpadeó.
- Repite, hija. Creo que no te he escuchado bien.

- Os quiero más que a la sal, padre.

              El rey montó en cólera y rugió:
- ¡La sal! ¡La sal no es nada! ¡Márchate! ¡No me quieres nada! ¡No quiero volver a verte en mi presencia!

                   Ella, asustada y muy triste, pues él no había comprendido lo mucho que le quería, salió llorando inmediatamente. Corriendo confusa por el pasillo de palacio, tuvo un idea. Bajó a las cocinas, donde varios cocineros estaban muy ocupados preparando la cena del rey. Allí les dio instrucciones claras sobre qué omitir en todos los platos que sirvieran al monarca.

                   A la hora del comer, el monarca se sentó en la lujosa mesa, con sus platos de porcelana y sus tintineantes copas de cristal con ornamentos de oro, con mucho peor humor que el habitual. Comenzaron a desfilar los camareros con las viandas. Primero le fue servida una sopa, cuya primera cucharada escupió al instante al comenzar a tomarla:

- ¡Agh! ¿Qué es esto? ¡Esta sopa no tiene ningún sabor! ¡Sacádmela de delante!

Retiraron rápidamente el plato y le sirvieron un estofado con una pinta verdaderamente exquisita. Complacido, cortó un trozo y lo metió en la boca. Pero, indignado, exclamó a gritos:
- ¿Cómo es que de nuevo esto está insípido? ¡Vaya porquería de estofado, no se puede comer algo tan soso!

             Lo mismo sucedió con el resto de platos y postres. El mandó llamar al cocinero. Este, asustado, acudió y el rey, enojado, le pidió explicaciones.
- Majestad, yo me limité a cumplir las órdenes de su hija menor; ella nos dijo que no echáramos sal a ninguno de los platos.

               El rey comprendió y se echó a llorar. Fue corriendo a buscar a su hija pequeña y la abrazó, diciendo:
- Querida mía, ahora comprendo la importancia de la sal y cómo, sin ella, nada es lo mismo; ahora sé cuánto me quieres.

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