En cierto país vivía un rey
que tenía tres hijas. Como ya se estaba haciendo mayor, comenzó a preguntarse
cuánto le querrían sus hijas, hasta que decidió averiguarlo. Se sentó en el
gran trono y mandó llamar a la mayor de las muchachas.
-Dime, hija -preguntó el rey al llegar su descendiente-: ¿cuánto me
quieres?
Ella, que conocía muy bien
a su padre y sabía de sus gustos, respondió presurosa:
- Padre, os quiero más que al oro.
El monarca, complacido,
sonrió. No había nada que le gustara más que el oro. Repuso:
- Has dicho bien.
Y mandó llamar a la
segunda. Lo mismo preguntó a la princesa mediana, que pensó un instante antes
de contestar:
- Os quiero más que a la plata, padre.
El anciano rey, al
pensar en el brillo de la plata, el fulgor de los candelabros y las monedas y
la fastuosidad de las riquezas, sonrió.
- Has dicho bien -contestó.
La tercera hija, la
menor, amaba profundamente a su padre. Cuando estuvo en su presencia, él
preguntó:
- Dime, niña, ¿cuánto me quieres?
Ella, pensándolo
detenidamente, respondió:
- Os quiero, padre, más que a la sal.
El viejo monarca parpadeó.
- Repite, hija. Creo que no te he escuchado bien.
- Os quiero más que a la sal, padre.
El rey montó en cólera
y rugió:
- ¡La sal! ¡La sal no es nada! ¡Márchate! ¡No me quieres nada! ¡No quiero
volver a verte en mi presencia!
Ella, asustada y
muy triste, pues él no había comprendido lo mucho que le quería, salió llorando
inmediatamente. Corriendo confusa por el pasillo de palacio, tuvo un idea. Bajó
a las cocinas, donde varios cocineros estaban muy ocupados preparando la cena
del rey. Allí les dio instrucciones claras sobre qué omitir en todos los platos
que sirvieran al monarca.
A la hora del
comer, el monarca se sentó en la lujosa mesa, con sus platos de porcelana y sus
tintineantes copas de cristal con ornamentos de oro, con mucho peor humor que
el habitual. Comenzaron a desfilar los camareros con las viandas. Primero le
fue servida una sopa, cuya primera cucharada escupió al instante al comenzar a
tomarla:
- ¡Agh! ¿Qué es esto? ¡Esta sopa no tiene ningún sabor! ¡Sacádmela de
delante!
Retiraron rápidamente el plato y le sirvieron un estofado con una pinta
verdaderamente exquisita. Complacido, cortó un trozo y lo metió en la boca.
Pero, indignado, exclamó a gritos:
- ¿Cómo es que de nuevo esto está insípido? ¡Vaya porquería de estofado, no
se puede comer algo tan soso!
Lo mismo sucedió con el
resto de platos y postres. El mandó llamar al cocinero. Este, asustado, acudió
y el rey, enojado, le pidió explicaciones.
- Majestad, yo me limité a cumplir las órdenes de su hija menor; ella nos
dijo que no echáramos sal a ninguno de los platos.
El rey comprendió y se
echó a llorar. Fue corriendo a buscar a su hija pequeña y la abrazó, diciendo:
- Querida mía, ahora comprendo la importancia de la sal y cómo, sin ella,
nada es lo mismo; ahora sé cuánto me quieres.
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