Hay
momentos, incluso instantes, que bien valen una eternidad. Son períodos que
pueden durar poco, que pasan brevemente o que se visten con lo efímero pero que
perduran en el alma por siempre.
Lo
bueno, lo mejor, en estos casos, es saber reconocerlos cuando pasan y poder
entrar en ellos cuando lo necesitamos.
Los
momentos con encanto pueden suceder en cualquier parte, pero no con cualquier
persona. Suelen ser privilegio de un tiempo en el que uno entra sin
pretenderlo, en el que te dejas llevar por la necesidad de que ocurra algo en
tu vida y en el que sin buscar, encuentras. Para eso hay que dejar que la vida
suceda, que transcurra y que se recree en nosotros.
Muchas
veces estos instantes no suceden como algo ajeno. No son externos. Siempre he
dicho que la felicidad nadie nos la trae a casa. Ni nuestras lágrimas importan
al vecino, ni nuestro gozo anima al de enfrente. Uno vive la vida demasiado
solo. Por eso, tal vez, en la soledad de nuestro interior hemos de aprender a
crear esos momentos con encanto.
Cuando
no ocurren, cuando tardan demasiado tiempo en llegar, tal vez sea bueno que
sepamos cómo entusiasmarnos a nosotros mismos, como embelesarnos con lo que nos
gusta y darnos un capricho para los sentidos que cale hasta el alma.
Si
hace mucho que los hados no nos regalan un pedazo de cielo vayamos en su busca.
Es una inversión con premio seguro porque si la felicidad no llega a nuestra puerta
hemos de facilitarle el camino.
Nadie
lo hará por nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario