Una
de las peores experiencias por las que tenemos que pasar en la vida es la de la
muerte de un ser cercano; cercano en el corazón, sea el vínculo que sea el que
nos una a él, aunque si pertenece a nuestra familia directa se añade un dolor
especial por quién se va.
Sabemos muy bien que aquel que abandona
su cuerpo físico está en un estado mejor. No hay más sufrimiento, ni torturas
corporales, ni malestares físicos ni psíquicos; no hay dolor y desde esa
realidad debemos comenzar a pensar en quienes se fueron.
Siempre
he pensado que creas o no creas en una vida después de la muerte, la persona
que amas y se ha ido no puede estar peor que aquí. Si no creemos en nada pues
la propia ausencia de todo llena el vacío de su marcha. Si verdaderamente no
existe algo…tampoco sufre, ni padece, ni se aquieta ni debe resistir el peso
del mal. Si por el contrario creemos en una existencia posterior donde el alma
sea capaz de recoger la cosecha de lo aprendido en este paso terrenal,
entonces, necesariamente entonces, estará mucho mejor, infinitamente bien
porque todos hacemos lo posible por aprender, por mejorar, por salir adelante
entendiendo que el camino que vamos recorriendo lo tenemos que tratar de hacer
sencillo para nosotros mismos y los demás.
No
creo en la maldad gratuita. Sí, en los infortunios de la vida y en los
sinsabores que cada uno debemos pasar. Pero el que ha cumplido su tiempo aquí, lleva
ya lo que necesita y eso debe dejarnos tranquilos.
Esta
argumentación sobre cómo podemos pensar que se encuentra quien nos deja es muy
necesaria porque uno piensa en la muerte con la mente de vivo y todo lo que le
circunda nos aterra. Posiblemente lo que más preocupe, al menos a mi, es saber
cómo estarán. Por eso, en cualquier caso, me decanto por pensar que no están
mal. Nunca están mal, tanto si están como si no.
Otro
aspecto a tener en cuenta es el de la vivencia de su ausencia. El desasosiego
que se incrusta en el alma al no tener su voz, sus risas, sus manos, su mirada…Poco
a poco la mente acomoda su existencia en otro lugar: en el interior. A la
urgencia inmediata de sentirlos físicamente va sucediendo una necesidad absoluta
de saber que los llevamos dentro, que están ahí siempre atentos a nuestras
necesidades y dispuestos, desde su nueva vida en otra dimensión, a ayudarnos
con todas clase de señales y mensajes que no solo llegarán desde el exterior,
sino que se dejarán oír desde lo más íntimo del corazón.
Cuando
uno comienza a sentirlos así se da cuenta de que no nos han dejado solos. De
que permanecen de la forma más definitiva que pueden acompañarnos y de que
sobre todo, van a hacerlo siempre.
El
tiempo nos permite rescatar todo lo que aprendimos con ellos y en cualquier
momento nos invita a poner en práctica el amor que nos dieron como el regalo
más preciado que pudieron dejarnos.
Uno
se acostumbra a hablarles, primero en voz alta, mirando su foto, llorando
amargamente…más tarde, en voz baja, para nuestros adentros, con el pensamiento
hacia una imagen que no necesita papel porque está impresa en el corazón y
siempre nos mira sonriente para ayudarnos a sustituir este ácido trago por el
bálsamo reconfortante de saber que la muerte no existe.
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