Parece
imposible poner la mente en calma. Estamos llenos de problemas, de prisas, de
sin sabores, de cuestiones pendientes, de asuntos a los que no llegamos o de
angustias proyectadas en un futuro que tampoco sabemos si llegará.
Calmar
la mente no es dejarla en blanco. No se trata de paralizarla, de que esté vacía
o de que nada se mueva en ella.
Los
pensamientos llegan, pero debemos separarnos de ellos, no pegarlos a la piel,
ni hacer una simbiosis infructuosa para nosotros. Los problemas están ahí. A
veces, agrandados por los fantasmas que habitan dentro de nuestro cerebro;
otras impelidos por su fuerza centrípeta que parece devorarnos por completo.
Todos los tenemos pero no todos reaccionamos de la misma forma ante ellos.
Poner
la mente en modo calma es detenernos y esperar. Sin prisa. Sin intentar
resolverlos desde nuestra inquietud porque todo “ vaya bien”; a nuestro modo,
según nuestro libro particular.
En
ocasiones, ni siquiera son problemas si los miramos despacio, sin acercarnos
demasiado, observándolos como si fuesen ajenos.
No
podemos resolverlo todo; yo diría que casi nada. Y lo que es seguro es que se
resuelven, con nuestra intervención o sin ella.
Nos
creemos demasiado imprescindibles y la vida siempre continúa a pesar de que
nosotros estemos o no en ella.
Se
trata de parar unos minutos al día. Comenzar como un juego. Cerrando los ojos o
dejándolos descansar sobre la vista perdida en la nada. Si intentar resolver,
sin pretender conseguir, sin necesitar recolocar.
Solo
así adquiriremos el hábito de la calma; una muy nuestra, tanto que nadie pueda
romperla a su antojo.
Una
calma que nos inunde de paz. Por el tiempo que sea, aunque solamente sea unos
instantes. Serán suficientes para renovar la mente y nuestro estado de
inquietud casi permanente.
Vamos
a probarlo.
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