Para
mucha gente, la vida pasa a través de una ventana. Para muchas personas, para
muchas más de las que imaginamos.
Hoy
pensaba cómo estamos inmersos en la vida y su prisa, en la intensidad de lo que
vivimos y en la rapidez con la que todo sucede.
Y me daba cuenta que esta no es la experiencia de todo el mundo, que
para mucha gente la vida se ha parado y solamente puede ser espectador de ella.
Cuántas
personas inválidas, enfermas, en hospitales, en lo más profundo de las
depresiones, en la abulia, en la apatía, en la sin razón de la soledad no
elegida, en la angustia de lo perdido,
en la añoranza de lo pasado… miran la vida a través de un cristal.
Hoy
he visto a mi gata mirar durante horas a través de la ventana. Mira la “otra
vida” que no conoce. Se detiene en ella. Se asombra y se embelesa con esa
sensación del más allá que está tan cerca.
También
vi a mi madre durante muchos años vivir de esa forma y hacer de la vida del
resto las novedades de su pequeño mundo dolorido. Entonces me di cuenta cómo se
comienza a valorar todo. Cada detalle diferente, cada posición distinta, cada
elemento diverso que aparece en el viejo escenario.
Tuve
ocasión de observar cómo, en los momentos peores, cuando sabes que ya no hay
remedio para ti, valoras la vida sencilla de lo más simple. Recuerdo el último diagnostico
de mi madre, sin solución. Al ir hacia el coche para volver a casa, ella se
detuvo ante una florecilla simplísima de apenas cuatro hojas de color violáceo y
desvaído. La rozó suavemente, sonrió y dijo, con una inusitada tranquilidad: ¡Mira
qué bonita es la vida!.
Siguió
viendo la vida tras el cristal; de día e incluso de noche.
Vivía
a través de otros. Valoraba que era vida y que podía verla.
Cuando ya no pudo, lo aceptó.
Hasta
entonces, la ventana le regaló la vida que le faltaba.
No
fue poco.
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