Estamos en
un mundo de etiquetas. Llenos de marcas, de slogans, de prototipos y modelos.
Hemos
llegado a un punto tal que apenas no nos importan las razones, las causas, los
motivos y las justificaciones.
Hacemos caso
solamente a lo que recubre el envoltorio y a
aquello que colectivamente se tipifica como bueno o malo, blanco o
negro, de adentro o de fuera.
No se sabe
lo que pueden llegar a doler las etiquetas hasta que no te ponen una. Eres
gorda/o, eres fea/o, eres extranjera/o, eres del sur, eres… y cada vez que te estigmatizan
con una, has quedado marcado para siempre.
Lo peor es
que la marca no es solamente social. Lo más grave es que la impronta queda en
el corazón de la persona y nunca vuelve a ser la misma o tendrá que luchar
mucho por no verse, escucharse o mirarse como “otros” le han dicho que es.
Cada día hay
más casos de exclusión. Las escuelas, las verjas, los muros, la propia casa.
Lugares de dolor y muerte. Espacios que deberían estar llenos de amor se
convierten en plataforma de horrores impensables que acampan a sus anchas por
un siglo XXI que todos pensábamos diferente.
Percibo que
hay una especie de involución. Es una época de esas que retornan a la oscuridad
y en la que las esperanzas alcanzadas por los logros de atrás quedan
silenciadas por las regresiones del presente.
Hay que
poner luz donde empieza a haber tinieblas. Hay que empezar por volver los ojos al interior y
extraer la esencia.
Lo
importante; lo único importante, somos las personas. Nuestra bondad. Nuestra
capacidad para recuperar la humanidad que nos constituye.
Ojala lo
consigamos así.
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