Cada vez estoy más
convencida de que cada cual vemos al otro y le juzgamos con nuestros propios
filtros.
Lo que nos molesta en
nosotros, lo detestamos en el de enfrente. Lo que nos da rabia aumenta la ira
cuando somos observadores; aquello que se presenta delante es objeto de
enconamiento en el momento que está dentro de nuestra lista de detestables.
Lo peor es que no
podemos ver con otros ojos. Son los nuestros los que miran, los que igualan y
los que simulan.
Por eso es difícil
ver otra cosa que no sea un reflejo de lo que somos y de cómo estamos por
dentro. Queramos o no.
Veamos, en este
texto, cómo suceden estos paralelismos.
“…Era un yogui errante que había obtenido un gran progreso
interior.
Se sentó a la orilla de un camino y, de manera natural, entró en
éxtasis.
Estaba en tan elevado estado de consciencia que se encontraba
ausente de todo lo circundante.
Poco después pasó por el lugar un ladrón y, al verlo, se dijo:
"Este hombre, no me cabe duda, debe ser un ladrón que, tras haber pasado
toda la noche robando, ahora se ha quedado dormido. Voy a irme a toda velocidad
no vaya a ser que venga un policía a prenderle a él y también me coja a
mí". Y huyó corriendo. No mucho después, fue un borracho el que pasó por
el lugar.
Iba dando tumbos y apenas podía tenerse en pie. Miró al hombre
sentado al borde del camino y pensó: "Éste está realmente como una cuba.
Ha bebido tanto que no puede ni moverse".
Y, tambaleándose, se alejó. Por último, pasó un genuino buscador
espiritual y, al contemplar al yogui, se sentó a su lado, se inclinó y besó sus
pies.
Así como cada uno proyecta lo que lleva dentro, así el sabio
reconoce al sabio…”
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