Solemos
tomarlo todo “ a pecho” o a “estómago” o con la cabeza que se parte a veces de
tanto pensar.
Las
emociones tienen un precio, pasan factura y suelen dejar huella en el cuerpo.
He
llegado a la conclusión de que el estado mejor es el de equilibrio.
El
exceso de alegría nos lleva a un estado de excitación que se traduce en un
alzamiento que siempre desciende dejando atrás un vacío por lo pasado, por lo
perdido.
El
exceso de tristeza nos sume en un pozo profundo de difícil salida.
Ambas
emociones extremas nos dejan sin la serenidad necesaria para retomar la vida.
Sin duda, saber gestionar las emociones pasa por conocer el camino de la paz
interior. No hay que tener demasiadas expectativas.
Si
esperamos mucho de las situaciones o de los demás siempre nos decepcionarán. No
hay que esperar demasiado ni de nosotros mismos porque eso nos lleva a dos
posiciones muy frecuentes: a ser víctimas o jueces y el resultado, en cualquier
caso, es fatal.
Si
adoptamos la posición de la víctima siempre nos encontraremos débiles e
invadidos por el miedo; si somos jueces, a menudo, lo somos condenándonos antes
de juzgarnos.
La
vida es sencilla. Hay reglas que ella misma impone y que debemos respetar por
encima de todo. La ley del amor, la ley de la compensación, la ley de
causa-efecto, la ley del tiempo justiciero y allanador…y tantas otras que a
pesar y por encima de soberbias, egos y desfachateces reinan resolviéndolo todo
al final.
La
vida no sólo es sencilla, sino también breve por larga que sea. Por eso, hay
que ser selectivos, en las batallas y en la lucha. Pero sobre todo, hay que
elegir siempre lo que a uno, a cada uno, le haga sentir bien sea lo que sea.
Todo es válido si no se hace daño a nadie; si no daña tampoco a uno mismo.
Creo
que se deberían hacer campañas para saber alcanzar dosis de felicidad capaces
de mantener la ilusión por vivir lo mejor y lo más intensamente posible.
El
resto vendrá solo.
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