Soy
una persona muy resistente al cambio. No quiero que nada se mueva, me siento
segura en lo conocido, incluso cuando no me va bien.
Me
ha costado mucho entender, asumir y aceptar que todo cambia. Hasta el
sentimiento más puro. Hasta nuestro propio organismo. Somos otros. No queda
nada de las células de aquel bebé que nació ya hace bastantes años.
Ahora
sé que no podemos aferrarnos a las cosas y menos a los sentimientos pensando
que siempre serán lo mismo. El tiempo, la costumbre, una seguridad mal
entendida, la rutina y el propio fuego del sentir arden como una tea, sin cesar;
al quemarse se transforman en otra cosa, posiblemente no menos intensa pero sí
diferente.
Quienes
no queremos el cambio sufrimos mucho. Y lo hacemos porque seguimos empecinados
en vivir una realidad que hace mucho dejó de existir. Es como las normas que
los padres queremos dar a nuestros hijos, válidas en una época que ya no es la
suya.
Hay
que perder el miedo al cambio. Seguro que traerá sus bondades. El inmovilismo
tiene su penitencia y se paga muy caro.
Perder
los miedos no es fácil pero es necesario. Podemos hacernos esta pregunta: ¿Qué
puede pasarnos?. A veces, la mayoría, solo mejorar. Y en caso contrario, al
menos no sufriremos por la incapacidad de renovarnos.
Si
echamos una mirada atrás no podemos entender la vida sino como un continuo
cambio. Una transformación irremediable en la cual, queramos o no, lo que tenga
que pasar pasará.
Estoy
dispuesta a que pase.
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