Cada
uno nace de con una forma de ser incrustada en el alma. Lo que vivimos en la
infancia construye el trazo que tendrá nuestro carácter, pero no define
totalmente el profundo modo de sentir. Ese lo traemos puesto.
Siempre
he sido contraria a seguir estrictamente la norma. No me gustan las ideologías,
ni el encorsetamiento de su peculiar modo de dirigir su desarrollo.
Me
he sentido un tanto ajena a lo que un grupo define como “correcto”, como “digno
o deseable”. Y cada vez más, entiendo que está bien lo que a cada uno le
funcione bien. Sin más.
Posiblemente, el único límite sea el dañar o no a los
demás.
Pero
estamos demasiado acostumbrados a mirar al otro.
Demasiado pendientes del qué
dirán, demasiado abrumados con lo que la norma dicta, con lo que el “buen hacer”
marca y nos olvidamos del lugar donde deberíamos estar nosotros.
Se
oye por todas las partes… “Hay que quererse más”. Yo diría, “Hay que quererse
mejor”.
A
mí no me importa tanto la cantidad como la calidad de los afectos. Cuando se
habla del tiempo que dedicamos a los que queremos, y sobre todo en relación a
los hijos y a nuestro nuevo modelo de sociedad donde la atención directa es
escasa, se alude a que las madres de hoy en día están poco tiempo con ellos.
Para mí, el tiempo es relativo. Lo que de verdad importa es el cómo, no el
cuánto.
Podemos
estar mucho tiempo con alguien y sentirnos solos. Podemos incluso repetir lo
mismo las mismas horas. Y hasta podemos
aburrirnos con más de lo mismo.
Prefiero
un tiempo de calidad. En todo. Con todo.
Después,
más tarde, repartiré el gozo en el mejor modo de saborearlo.
Fuera
de la norma, al margen de lo establecido… al filo de lo posible solo con la
rúbrica de lo que me haga estar bien, aquí… dentro.
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