Autoengañarse siempre suena mal. Es como si fuésemos tontos no
queriendo ver la realidad para no sufrir.
Cuando aludimos a este término, todo parece de papel. Nos vemos
sumidos en la debilidad, impregnados de timidez ante nosotros mismos y
desesperados por reconocer la venda que ponemos en los ojos para no ver lo que
seguramente hemos visto ya hace mucho tiempo.
Recurrir al engaño propio tiene sus beneficios, a veces. Supone
poder con situaciones de dolor inevitable e incluso, nos lleva a sobreponernos
ante desgracias ineludibles que llegan sin remedio.
Entre lo negativo del autoengaño está la falsa realidad que creamos
para defendernos del dolor que sabemos o intuimos. Un marco demasiado estrecho
para caber en él por mucho tiempo.
En realidad, cuando se produce esta situación estamos construyendo
el sabotaje a nuestra dignidad, a la capacidad para imponer la cordura o para
rematar la locura.
Creemos que todo nos irá bien si no vemos “lo malo”, pero no es así
porque lo que está mal sigue estándolo y tarde o temprano llamará a nuestra
puerta para despertarnos.
Es mejor ver. Saber qué terreno pisamos. Conocer dónde está el
bache. Encajar las dificultades y tener opción a utilizar nuestras propias
herramientas emocionales con las que poder salir airosos ante nuestros propios ojos.
Porque la mirada de los demás nunca debe condicionarnos; nunca cambiar nuestro
rumbo, nunca comportarnos de otra forma a cómo lo hacemos desde nuestro
interior.
No es sano, para nuestra salud, mental distorsionar la realidad
para que parezca otra.
Podemos, eso sí, ser compasivos con nosotros. No emplear el juez
riguroso que desde dentro nos acusa y condena y mecernos en la caricia de
nuestro propio consuelo para resistir todo lo que en nuestra vida no es cómo nos
gustaría.
Eso está dentro de nuestro poder, como lo está no querer ver.
Perdona y perdónate.
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