En muchas ocasiones
la ira nos invade. Las situaciones parecen estar en nuestra contra o los
acontecimientos nos duelen tanto que parece que el corazón fuese a estallar.
Ahí se producen diferentes sentimientos. Uno de ellos puede ser la ira. Un
enfado envenenado que solamente nos consume. Pero la ira que nos invade no es
nuestra; no está pegada a nuestra piel y podemos soltarla.
Veamos este breve
cuento.
“Cuentan que un hombre
sufría con gran frecuencia ataques de ira y cólera, así que decidió un día
abordar esta situación. Para ello se fue al encuentro de un viejo sabio con
fama de conocer la naturaleza humana. Cuando llegó a su presencia, habló de
este modo:
-Señor, quiero
solicitar tu ayuda, ya que tengo fuertes arranques de ira que están haciendo mi
vida muy desgraciada. Yo sé que soy así, pero también sé que puedo cambiar si
usted me aconseja.
Lo que me cuentas es
muy interesante -dijo el anciano-. De todas maneras, para poder tratar bien tu
problema es necesario que me muestres tu ira y así pueda saber de qué
naturaleza es.
-Pero ahora no tengo
ira -argumentó el hombre.
-Bien -contestó en
anciano-, lo que tendrás que hacer en este caso es que la próxima vez que la
ira te invada, has de venir lo más deprisa posible a enseñármela.
El hombre iracundo se
mostró de acuerdo y regresó a su casa. Pero pocos días después se encontró de
nuevo con otro ataque de cólera y marchó rápidamente a ver al anciano. Sin
embargo, ocurría que el viejo habitaba en lo más alto de una colina muy
alejada, así que cuando por fin alcanzó la cima y se presentó al sabio...
-Señor, estoy aquí de
nuevo como me dijiste.
-Estupendo, muéstrame
tu ira.
Pero al pobre hombre
se le había pasado la ira durante la subida.
-Es posible que no
hayas venido lo suficientemente rápido -dijo el anciano-.
La próxima vez corre
mucho más deprisa y así llegarás todavía con ira.
Pasados unos días, al
hombre le asaltó otro fuerte ataque de cólera y recordando la recomendación del
sabio, comenzó a correr cuesta arriba todo lo rápido que pudo. Cuando media
hora después llegó completamente agotado a casa del viejo, éste le reprendió
severamente:
-Esto no puede
continuar así, otra vez llegas sin ira. Creo que debes esforzarte aún más y
tratar de subir las cuestas mucho más deprisa. De otro modo no voy a poder
ayudarte.
El hombre marchó
entristecido, jurándose a sí mismo que la próxima ocasión correría con todas
sus fuerzas para llegar a tiempo de mostrar su ira.
Pero no ocurrió así.
Una y otra vez subía la cuesta, ya cada ocasión llegaba más y más fatigado y
desde luego sin un asomo de ira.
Un día que llegó
especialmente extenuado, el maestro, por fin, le dijo:
-Creo que me has
engañado. Si la ira formara parte de ti, podrías enseñármela. Has subido a mi
casa veinte veces y nunca has sido capaz de mostrarla. Esa ira no te pertenece.
No es tuya. Te atrapa en cualquier lugar y con cualquier motivo y luego te abandona.
Por tanto, la solución es fácil: la próxima vez que quiera llegar a ti, no la
recojas.