Nunca me han gustado las bromas. No creo que tengan nada que ver con el sentido del humor, el auténtico, verdadero e inteligente sentido del humor.
Toda broma esconde una verdad difícil de decir, incómoda de expresar y hasta molesta de aguantar. Por eso, nos acogemos a una forma, que parece suave, de decir lo que pensamos y que no diríamos abiertamente de otro modo.
Hay bromas de diferentes calados. Las hay más inocentes y, por el contrario, bromas duras e imposibles de soportar. En cualquier caso, lo que comienza siendo algo que cae dentro de la honestidad puede terminar en una desgracia o en un profundo dolor para quien lo recibe.
Ni que decir tiene que menos aún me gustan las “ inocentadas” de bienvenida de los colegios mayores, de las escuelas, de las universidades o de cualquier grupo que obligue a ritos de paso que se ciernen sobre la víctima que los sufre.
No me gusta recibirlas. No me gusta hacerlas. Y no me gustan porque son otra cosa distinta a lo que parecen y eso, me gusta menos aún.