A
veces, nos pasan cosas; inesperadas como todas las sorpresas, y que nos
instalan en un entorno extraño que no es el de siempre.
Nos
sentimos diferentes. Las rutinas se han ido, las presencias no están, las
palabras se han convertido en silencios y hasta la casa huele diferente.
Cambia
la vida; y es que la vida siempre cambia. A veces lentamente; otras de golpe. Pero
nunca están nuestros pies en el mismo lugar.
Estamos
muy apegados a “lo nuestro”, “lo de siempre”, lo que nos hace sentirnos
seguros. Lo cierto es que uno, con los años, se va dando cuenta de que la vida
está dónde está tu alma y la de los que amas. Y que en realidad, el sentido a
las cosas se lo dan las personas, los afectos, las sintonías y las bondades.
Con este equipaje podemos ir a todos los lugares y sentir que el hogar va con
nosotros.
También
es cierto que, muchas veces, nos esperan experiencias nuevas por vivir; gente
magnífica por conocer o todo lo contrario. De cualquier forma, si sabemos
conectar con nuestro interior y sentir paz en medio de la tormenta lograremos
que ningún sitio sea extraño y que el propio nunca se convierta en ello.
Muchas
personas, en estos momentos, han perdido seres queridos. Estamos en un tiempo
raro. Mucho dolor concentrado en un mundo lleno de sin razones; muchas
situaciones nuevas en las que los afectos perdidos convierten en indeseables.
Solo
queda esperar.
Esperar
a que el tiempo vaya calmando el alma. Esperar a que todo se asiente y los
posos de los recuerdos hagan sedimentos en nuestro fondo.
Esperar
a que la vida entre de puntillas por las rendijas de luz que quedan bajo las
puertas que hemos cerrado.
Esperar
a recomponer las ilusiones o, al menos, a convivir con el dolor trasmutado en
sensaciones de bienestar de los buenos recuerdos que el pasado nos regale.
Esperar
con paciencia a que todo cambie de nuevo.
Esperar
con esperanza en la intención y no con la derrota en las manos.
Esperar
con suavidad que la calma llegue…