Hoy vamos a
reflexionar, brevemente, sobre el contenido del cuento que traigo; seguro
conocido por muchos.
Se trata de ”soltar”,
de “desapegarnos” de lo que nos hace mal. De dejar ir o quedarnos pegados a las
creencias, los estigmas culturales y sociales, los vicios o las miserias de las
que no podemos evadirnos con facilidad.
Si no logras
soltarlo dentro, en la mente, en el espíritu, en el alma…lo llevarás contigo
allá donde vayas.
No podrás huir de lo
que está pegado a ti y fundido con tu carácter o tu forma peculiar de
comportarte.
Has de soltar.
Libérate. Libéralo.
Veamos:
“Dos jóvenes monjes
fueron enviados a visitar un monasterio cercano. Ambos vivían en su propio
monasterio desde niños y nunca habían salido de él. Su mentor espiritual no
cesaba de hacerles advertencias sobre los peligros del mundo exterior y lo
cautos que debían ser durante el camino.
Especialmente incidía
en lo peligrosas que eran las mujeres para unos monjes sin experiencia:
-Si veis una mujer, apartaos
rápidamente de ella. Todas son una tentación muy grande. No debéis acercaros a
ellas, ni mucho menos hablar, por descontado, por nada del mundo se os ocurra
tocarlas. Ambos jóvenes aseguraron obedecer las advertencias recibidas, y con
la excitación que supone una experiencia nueva se pusieron en marcha. Pero a
las pocas horas, ya punto de vadear un río, escucharon una voz de mujer que se
quejaba lastimosamente detrás de unos arbustos. Uno de ellos hizo ademán de
acercarse.
-Ni se te ocurra -le
atajó el otro-. ¿No te acuerdas de lo que nos dijo nuestro mentor?
-Sí, me acuerdo; pero
voy a ver si esa persona necesita ayuda -contestó su compañero,
Dicho esto, se dirigió
hacia donde provenían los quejidos y vio a una mujer herida y desnuda.
-Por favor,
socorredme, unos bandidos me han asaltado, robándome incluso las ropas. Yo sola
no tengo fuerzas para cruzar el río y llegar hasta donde vive mi familia.
El muchacho, ante el
estupor de su compañero, cogió a la mujer herida en brazos y, cruzando la
corriente, la llevó hasta su casa situada cerca de la orilla. Allí, los
familiares atendieron a la asaltada y mostraron el mayor agradecimiento al
monje, que poco después reemprendió el camino regresando junto a su compañero.
-¡Dios mío! No sólo
has visto a esa mujer desnuda, sino que además la has tomado en brazos.
-Así era recriminado
una y otra vez por su acompañante. Pasaron las horas, y el otro no dejaba de
recordarle lo sucedido.
-Has cogido a una
mujer desnuda en brazos! ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Vas a
cargar con un gran pecado!
El joven monje se paró
delante de su compañero y le dijo:
-Yo solté a la mujer
al cruzar el río, pero tú todavía la llevas encima.