Qué
diferente somos y pensamos a través de la vida. Creamos el tiempo al crecer. Tejemos
una red de segundos, minutos y horas que vamos entrelazando con seres que
llegan a nosotros para enseñarnos algún aspecto de nuestra indescriptible alma.
En
realidad, el mundo empieza y acaba con nosotros. La muerte y el nacimiento son
dos caras de una misma moneda que sostiene la mano del universo. Y todos, en
nuestra breve existencia, configuramos a la vez un sistema conjunto de
emociones, sentimientos e inquietudes que hacen evolucionar nuestro microcosmos
particular.
El
ángulo desde el que observamos la vida va cambiando y se transforma cada vez
que arrasamos con la fuerza del amor o nos debilitamos con la desesperación del
miedo.
Nuestro
pensamiento es el origen de todas las bondades que puede albergar una vida o el
fin de toda esperanza cuando nos colocamos en un rincón sin luz.
A veces, la luz no llega. Nadie la enciende.
Otros no son los que se ocupan de nuestra lámpara.
A
veces, parece que nunca termina el camino de subida porque nadie empuja por
detrás.
La
mayoría de las veces, sin embargo, somos un candil para otras personas aún sin
saberlo y son ellas, con el reflejo de lo que damos, quienes nos alumbran al
pasar.
Ayer,
mi padre me hablaba del repaso que hacía de su dilatada vida. La suma de toda
ella era en términos de afecto. Valoraba si había tenido mucho o poco en la
infancia, más tarde con sus amigos, con su novia y por último en su matrimonio
y con sus hijos. Me di cuenta de que al final de todo, o importa nada más que
eso. Ni las casas, ni los coches, ni las
propiedades, ni el dinero. Nada salvo el saldo de amor que resta al final.
Sea
cual sea el ángulo desde el que miremos nuestra vida, eso es lo único que
importará siempre.
De
saberlo pronto sería sumamente importante que nos esforzásemos en dar prioridad
a esta dimensión porque es la herencia que dejamos y las maletas que nos
llevamos.
No hay otra cosa. No hay más.