Tendemos
a ser salvadores, a ser protagonistas de la bondad, a colaborar para que otros
sacudan sus penas y a implicarnos demasiado en lo que nos es ajeno.
El
“Caballero de la armadura oxidada” quería salvar doncellas “que no querían ser salvadas” y aún así se sentía impelido a ir en
pos de su salvación. Pero esto nunca acaba bien. Ni para uno mismo, ni para los
demás.
¿Cómo
debe ser la ayuda que ofrecemos a otros? Siempre distante en la cercanía, nunca
haciendo nuestros cada uno de los sin sabores de otros, jamás ocultando los
propios tras una solidaridad que sea simbiosis.
Estar
cerca, estar ahí, ofrecer nuestras herramientas, las que conocemos y que nos han
servido pero sin pretender que sean las que a los demás les valgan; demostrar
afecto sin ser determinante, sin juicios, sin lucha. Porque luchar del mismo
lado nos hace creer que doblamos la fuerza del otro cuando, en muchas
ocasiones, la debilitamos. Y lo hacemos cuando el otro se avergüenza de no ser
capaz de remontar sus problemas a pesar de la ayuda que tanto agradece; llega a
creer que una forma de decepcionar al que se entrega es cayendo de nuevo en lo
que le causa dolor y entonces lo sufre doblemente, por sí mismo y por
aquel/ella a la que debería estar
correspondiendo con su recuperación.
Esto
sucede muchas veces en personas que atraviesan una depresión, o en aquellas que
no superan una adicción.
No
seamos ladrones de malestares porque puede revertir en nuestra contra.
Veamos
el cuento siguiente:
“Un
ladrón se introdujo en casa de Nasrudin.
Tan pronto como éste advirtió su presencia, se escondió en un rincón. El ladrón se lo llevó todo. Nasrudin asistió a la operación, siguió al malhechor hasta su casa y le abordó educadamente.
- Gracias, extranjero, por haber querido trasladar todos mis efectos y mis muebles – le dijo. Has hecho que abandonamos mi sórdido alojamiento en el que tanto mi familia como yo nos estábamos pudriendo. Ahora, vamos a poder vivir aquí. ¡Voy ahora mismo a buscar a mi mujer y a mis hijos para que disfruten sin más tardanza de tu generosa hospitalidad!
El ladrón, angustiado ante la idea de tener que cargar con toda aquella gente, le devuelve en el acto todos sus bienes:
- ¡Tómalo todo de nuevo – exclamó -, y guárdate para ti tu familia y tus problemas!”.
Tan pronto como éste advirtió su presencia, se escondió en un rincón. El ladrón se lo llevó todo. Nasrudin asistió a la operación, siguió al malhechor hasta su casa y le abordó educadamente.
- Gracias, extranjero, por haber querido trasladar todos mis efectos y mis muebles – le dijo. Has hecho que abandonamos mi sórdido alojamiento en el que tanto mi familia como yo nos estábamos pudriendo. Ahora, vamos a poder vivir aquí. ¡Voy ahora mismo a buscar a mi mujer y a mis hijos para que disfruten sin más tardanza de tu generosa hospitalidad!
El ladrón, angustiado ante la idea de tener que cargar con toda aquella gente, le devuelve en el acto todos sus bienes:
- ¡Tómalo todo de nuevo – exclamó -, y guárdate para ti tu familia y tus problemas!”.
A
veces, pretendemos llevarnos “lo malo” del amigo, del familiar, del compañero/a
y trasladamos, como este ladrón, las penas a nuestro lado dándoles un nuevo
hogar que nos implica.
Cuidado
con las ayudas que se convierten en nuestras desgracias. Tenemos las propias.
Cultivemos la compasión desde la distancia y ofrezcamos agua fresca de nuestra
fuente solamente si la sed del otro nos pide un vaso.