Nos
han enseñado a resistir. A vencer a base de voluntad, de esfuerzo, de entrega y
de sufrimiento.
Cuando
las batallas se encrudecen, aún, hay que seguir resistiendo. Nos dicen que
resistir es vencer y que sin dolor no hay placer.
Pero
uno, a veces, también reivindica su derecho a estar cansado. El cansancio puede
no ser ni físico, porque en realidad el empeño, la fortaleza de carácter, la
disposición para seguir todo eso tiene que ver con lo psíquico, con el
equilibrio interior, con la armonía propia.
Deberíamos
tener derecho al cansancio. A decir que “los problemas me dejen en paz”, por un
ratito; a poder descansar en la nada, a darnos tiempo para jugar con el vacío y
a esperar sin mover un dedo.
No
hay peor cansancio que el del alma. Ese que parece que añade a la espalda una
losa. Ese que te hace ser lento al escuchar y aún más al responder. Ese que le
gustaría dejarte reposando por un tiempo para salir de nuevo a la vida con el
brío que se nos exige desde ella.
Y
es que hay veces que hay que reponer fuerzas, comer del árbol de la ilusión de
nuevo, beber de la fuente del amor de pleno y reposar los manjares para que el
entusiasmo vuelva a desbordarnos.
Porque,
para ser sinceros, no hay situación más placentera que sentirnos bien, con
ganas de luchar, encaramados a la pasión, por lo que sea, y enredados en la
energía vitalista de “comernos el mundo”.
Se
dice que ese estado viene de dentro, es cierto. Pero son muchas cosas del
exterior la que nos permiten ganar la partida al hastío.
Lo
que no acabamos de entender es que tenemos que convertirnos en buscadores de
nuestro propio petróleo. Pero no sólo hay que buscar dentro. Me convenzo que
fuera también hay respuestas.
Hay
que salir. Hay que conocer nuevas situaciones. Gente nueva. Voces diferentes y
sonidos distintos. Hay que escuchar melodías que susciten nuevos entusiasmos y
con ellos, recomenzar.
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