No
hay nada peor que engañarse a uno mismo. Tampoco nada tiene tan nefastas consecuencias. Nos saboteamos cuando queremos
creer con la mente lo que sabemos contrario con el corazón y entonces no
solamente empezamos la escalada hacia el sufrimiento, sino también hacia la
autodestrucción de tus valores más íntimos.
Solemos
engañarnos cuando existen apegos fuerte; cosas o personas que no queremos
perder. Situaciones en las que creemos ser felices y en las cuales, reconocer
la verdad nos obligaría a tomar decisiones en las que el dolor va unido a ellas
como un cordón umbilical.
A
la larga esto no funciona. Uno sabe la verdad en sus adentros. Reconoce que
actúa “como si” las cosas fueran de otra forma, pero sabe que llegará el momento
que el monstruo de la realidad se ponga de frente y nos saque los colores. Y es
que aquello que nos sucede como “malo” o negativo, de forma reiterada, lo
permitimos nosotros al elegir no hacer nada para evitarlo.
La
historia de la que somos protagonistas, está hecha a base de elecciones, de
permisibilidades, de puertas abiertas y ventanas cerradas.
Vamos
construyendo nuestra cárcel y para no ver los barrotes nos empeñamos en que no
existen. Realmente no existen si dejamos de quererlo. Todo, en última
instancia, depende de la decisión de un segundo, sin olvidar que tú eres quien
decides siempre.
Siempre
me ha gustado enfrentarme a la verdad y verla con la sencillez o con la dureza
que traiga. Taparla detrás del autoengaño solo servirá para destruirnos a los
implicados inevitablemente.
Construye
verdades a cada paso. Actúa como tu corazón te dicte y no busques el provecho
propio si con él dañas a otra gente, porque cada acción tiene sus consecuencias
y éstas volverán a ti como un boomerang cuando menos te lo esperes.
Es
un precio muy alto para un beneficio insignificante, al final.
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