No
es que disfrutemos con la desgracia ajena, pero si nos alegramos de no ser
nosotros los elegidos por el fatal destino.
Lo
que sucede al vecino nos deja sin palabras, encoje el corazón y nos empequeñece
el alma, pero nos alivia, de alguna
forma, porque el mal no ha pasado por nuestra casa.
Estamos
en un mundo acostumbrado al dolor; siempre que sea de otros. Vemos las noticias
plagadas de sucesos que parecen insoportables. Gentes normales, cualquiera como
nosotros.
Creemos que no podríamos soportarlo en caso de ser los protagonistas.
Eso provoca una reacción inmediata de querer pensar en otra cosa, de evadirnos
y de pasar a lo siguiente que esperamos más dulce. Por eso se explica el éxito
de los programas de corazón, de los “realitis” en vivo y en directo que apartan
nuestros ojos de la realidad convulsiva que nos envuelve y nos instalan en
problemas superficiales, también de otros, semejantes a los nuestros y que los
hacen más pequeños por ser más generales.
La
vida de cada uno tiene sus propios dramas. Los fantasmas que nos acompañan son
nuestros, con forma propia y envoltorio particular. Todos tenemos algo de lo
que arrepentirnos y algo de lo que estar orgullosos. Luego el destino reparte
suerte o nos la niega.
Nadie
es feliz del todo, todo el tiempo. Los problemas que creemos irreparables en
nuestra biografía se repiten a lo largo y ancho del paisaje humano.
Sólo
queda agradecer lo simple, lo
pequeño y lo cotidiano que nos ayuda a vivir. Porque estoy segura de que todos
tenemos mucho más de lo que pensamos para hacerlo.
Las
desgracias inevitables no podemos manejarlas para evitarlas. De las que hacemos
oposiciones, nadie, tampoco, puede salvarnos si llegan.
Revisemos
nuestra conducta. Elijamos lo que nos haga sentir mejor y no dañe a los demás.
Luego,
nuestro sino jugará sus cartas pero nos encontrará con una actitud diferente,
sin duda.
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