Cuando
me siento mal, cocino. Es como si me liberase en los fogones. Supongo que se
trata de crear partiendo de una mala sensación. Dejar atrás lo que nos preocupa
para enfocarnos en aquello que nos va a dar un resultado que depende de
nosotros.
Lo
peor en aquello que tememos es no poder controlarlo, no poder hacer nada y
seguir empecinados en temer. La cocina, como cualquier cosa que emprendamos
desde nuestra voluntad y con nuestro esfuerzo, nos devolverá algo que hicimos
nosotros y que tendrá un final nuestro también.
Cuando
la preocupación nos acecha lo mejor es cambiar el enfoque. Centrarnos en otra
cosa y que ello nos implique y nos impela a la acción.
De
nada vale darle vueltas a lo tememos o a aquello que nos duele o a lo que nos preocupa. Ni una
vuelta más podrá solucionarlo. Lo mejor es emplear las herramientas que
tengamos a mano y por supuesto todas ellas, únicamente nuestras.
Identificar
qué nos sucede es muy importante. También reflexionar sobre lo que queremos o a
dónde queremos llegar. Desechar lo accesorio y sobre todo, no intentar
intervenir en lo ajeno. Nadie puede ni debe cambiar a nadie. Nadie cambiamos
por un estímulo exterior. Puede motivarnos, inspirarnos…pero el cambio siempre
es propio desde dentro.
Cuando
me siento mal cocino y lo mejor, lo hago para otros lo que aumenta mi satisfacción.
Me reconozco un tanto antigua. Aún me gusta “ser útil a los demás” y encuentro
en ello mucho placer. Tengo que tener cuidado para no perderme yo entre el
resto o no diferenciarme de los requerimientos ajenos.
Reto
que persigo: saber qué quiero en cada ocasión y abandonar la pena que me
producen mis decisiones sobre los cercanos que, a veces, son los que más
presionan para mantenerme inmóvil en mi insatisfacción.
Mientras
tanto, cocino.
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