Está de moda
y lo está, decir esto, porque los dos vocablos, ni más ni menos, responden a
una necesidad.
Centrarse en
el instante presente. Esa es la mejor forma de eliminar la depresión que puede
causar el pasado o la ansiedad que se liga al futuro.
Estar
consciente de ti mismo, fijarte en el instante, en lo que sucede en este
momento, en tu cuerpo y sus sensaciones, en la vida que hay en él, en lo que
acontece ya mismo.
No hay nada
más, en realidad. Nadie nos despertamos pensando que en el día que amanece
puede suceder que tengamos que decir adiós a lo que conocemos. La muerte
siempre es de otros.
A pesar de
la losa tremenda que supone su existencia y de la definitiva sentencia que
todos tenemos, es difícil que la imaginemos posible en el ahora. Siempre la
destinamos a un futuro incierto y lejano en el que no queremos ni debemos
pensar.
De todas las
formas, tomar como núcleo el momento presente implica desvincularnos de todos
los dolores que la mente rememora continuamente del pasado. Supone estar
abierto a lo que el instante nos ofrece y recoger la cosecha que vamos
sembrando ahí mismo.
Cuando la
situación es desesperada, cuando no tenemos nada más que lo que vivimos en ese
segundo de vida, entonces, en ese momento no hay nada más.
Tu vida está
donde está tu cuerpo. Tu alma está donde está tu afecto. Y ahí, en ese preciso
momento surge la explosión de estar bien sin nada más.
Nos bastamos
a nosotros mismos. Nuestra vida incluye a tantas otras que sin ninguna las
contenemos todas.
En realidad,
se produce algo paradójico. Nunca estamos solos y por otra parte, siempre lo
estamos.
En la
unicidad del ser que nos constituye, todo está con nosotros. Siempre. Aún
estando en soledad.
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