Estamos
en un momento muy especial. Diferente por la apatía que nos provoca ver que el
mundo está mal, que nuestra sociedad está estancada, tocada y casi hundida.
Que
nuestra vida ha pasado por muchos estadios, dentro de ella, entre los cuales
está la reacción primero, la desesperación más tarde y la desidia después.
Parece
que nada importa a nadie más que el lucro propio y los intereses materiales.
Que el resto de los valores se han volatilizado como el humo de una pira, que
todo da igual y que nada parece tener
trascendencia porque el castigo no viene de dentro, de uno mismo, sino de unas
instituciones laxas que se perdonan a sí mismas con tal de perpetuarse.
Y
de la anorexia social llegamos a la propia. Cada vez lo importante se somete
más a lo deseable. Todos queremos más y mejor. El dinero ya no es solo valor de
cambio, sino que se ha convertido en un icono al que adoramos como un dios
mayor.
Los
programas de televisión reflejan el barómetro de lo que somos, del espectro en
lo que nos hemos convertido.
A
veces, seguimos las pautas de la mayoría por creer en ellos marcan el modelo.
Lo verdaderamente grande es ser uno mismo y diferente a este marco deslucido en
el que nos han metido a empujones.
No
vale la pena ser uno más entre una masa aborregada que sigue las miserias de
unos personajes que son importantes por lo que roban o por sus infidelidades
más sonadas.
Uno
se plantea a dónde lleva todo eso. Qué nos aporta o mejora, de qué forma nos
transforma o nos evoluciona o por el contrario, nos involuciona y lleva al
inicio de nuestros males.
Lo
mejor, en este mundo caótico que nos está tocando vivir, está dentro. Si lo de
fuera no ayuda es lo de menos.
En
el interior siempre hay espacio, siempre está un lugar sereno y lleno de calma
para recibirnos. Ahí, en el centro de la quietud hay un punto de energía de
infinito poder que está dispuesto a ayudarnos, a salir a nuestro encuentro y a
darnos un abrazo infinito en el que solamente encontraremos paz.
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