Hablar
y hacer no es lo mismo. Lo primero se nos da muy bien. Lo segundo nos cuesta
mucho más. Y si lo que pretendemos es que la palabra sea coherente con la
acción, entonces son muchos los que fracasan.
Luego
están los que se creen sus propias palabras, aunque no tengan nada de realidad,
o los que las venden como humo e incluso los que juegan a magia con ellas.
Palabra
y palabrería tampoco es lo mismo. La palabra está hecha para dar. Es como un
regalo cuando sirva para entendernos.
La
palabrería está pensada para engañar. Es como una caja vacía, un pozo sin fondo
o un cuadro sin marco. Los límites no existen y el agua se escapa por todos los
sitios.
También
está el que oye y el que escucha. El que oye no discrimina, el que escucha
analiza. Es como si el que oye distribuyera ruidos de fondo en el panel de lo
oído.
Si
escuchamos, si interiorizamos lo que llega del otro apreciaremos matices,
secuencias, modos y maneras de decir; y posiblemente, entre ellas vayan los
ocultos mensajes de la mente que ni conscientemente quisiésemos dar.
Los
sentidos nos engañan muchas veces porque ver tampoco es igual que mirar; ni
tocar que sentir.
Cuando
miramos podemos ver y apreciar. Si solamente vemos puede que se nos oculten los
colores más bellos o los rasgos más díscolos.
En
el fondo, todo es cuestión de afinar la percepción, de estimular los canales de
entrada de la información y de seducir al alma para que descubra lo mejor de
cada escucha, cada visión o de cada pálpito.
Que
no sean ecos de sirena, que no nos confundan las caracolas. Que si lo que vemos
es arena y no cal, sea porque estemos en una playa y no en un solar derruido
sin posibilidades de construcción.
Que
en nuestra inseguridad estemos seguros de que lo que elegimos nos va a hacer
siempre más felices.
Que
sea eso, en realidad, el único criterio de elección para hacer mejor nuestros
días.
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